21 junio 2007

La acción como advenimiento del cuerpo (primera parte)

La acción amasa una ausencia: el cuerpo.
Como si una vida no alcanzara para terminar de nacerse, de darse a luz, y anduviéramos así, henchidos de fatigoso anhelo, atareados a punto de estar vivos, cada vez.
Vacío en el que nos erguimos, acción que repite y crea en eso que no puede nombrarse.
La errancia de nuestro existir va poblándose de huellas, de imágenes de nosotros mismos. Ahí nos buscamos en la intemperie del día.
Mínimo abrigo en el desafío de una vida incierta.
Aconteceres que se alojan antes de caer en el vértigo de la vitalidad.
Existencia que es acción del encuentro y del desencuentro, despliegue de sensaciones y significados, trama del espacio y el tiempo que lo alberga.
Vitalidad que se inscribe en la palabra, el gesto, el movimiento, la intuición.
Acción de existir que en el acto de crear se conoce a sí misma, se aprehende y se goza en la belleza de la encarnadura.

Nunca hubo más fuerza original que ahora,
ni más juventud que ahora,
ni más senectud que ahora,
ni habrá jamás más perfección que ahora,
ni más cielo, ni más infierno, que estos de ahora.
Instar…Instar…Instar…
Walt Whitman

La plegaria invita al banquete de una urgencia inasible, voluptuosa.
Aliento que invoca a todo lo que existe a hacerse presente en la mesa de los días.
Instar.
Plenitud de la sed, evanescencia que busca habitarse. Perseguimos su estela como añoranza de nosotros mismos.
La acción convoca esa voz que anuncia y calla.
¿De dónde viene el cuerpo?
Balbuceo entre el cielo y el infierno, el cuerpo parece llegar en los pulsos de la percepción, hermenéutica donde el mundo hace piel, hueso, sangre.
Torsión en el camino de lo sensible, alquimia que crea la carne. Despliegue de fugacidad que abriga a la existencia.
La acción cobija un cuerpo diseminado en cada punto del tiempo.
Sintonías no lineales, presente, pasado, futuro; quiebre en la lógica de la sucesión que en la huella del cuerpo reúne la fuerza de lo que permanece y, al mismo tiempo, lo que inaugura. Composición de instantes: espacios de sentido en la intemperie del cuerpo.
Demora en la forma de múltiples fuerzas.

La acción deviene topos, red en que las partículas de mundo se reúnen, acto, enlace de grafías en la infinitud.
Encuentro que forja expresión, el cuerpo es siempre cuerpo en otros cuerpos, gestualidad que se precipita en los signos del mundo para conservar y subvertir.

La recepción acompasa al mundo para que pueda ser albergado.
Lentitud, que ensancha la sensación, la emoción, la idea.
Dramática corporal, reflexividad, cosmos que enuncia, pliegue del acto en la extensión, cuenco que celebra lo nuevo en la tradición.
Como en un laberinto, la consistencia del cuerpo descansa en sus intersticios, vacuidad en que mundo y cuerpo son uno, donde lo nacido y lo muerto amasan el tempo de cada pasión.
Atrás, al futuro, arrojo que se ha salvado de la evolución, extravío del origen.
Cada época inventa un cuerpo mientras todos ellos fugan con la indómita belleza de lo que no puede ser apresado en ninguna representación, más que por un instante.

¿A qué buscar el cuerpo en lo diurno de la cultura?
Vibra en la nocturnidad que la voracidad del espejo no puede alcanzar, ausencia en la forma, vacío del acto.
Profundo y oscuro como el océano, el cuerpo es silencio.
La acción clama por lo irreductible de esta carne sin límite, espesor del tiempo y del espacio en que busca habitarse.
Recogimiento que irradia.
La acción busca al cuerpo creándolo, y en ese afán se da contextos de sentido, cuerpo de la cultura, cauces para lo insondable. O mejor, la acción lo hace venir en historias y utopías para extraviarlo.
Ficción de la consistencia, de la encarnadura como máscara a través de la que suena una voz en extranjería, orfandad que se resguarda en la matriz de un relato cualquiera.
Rostro sobre el fulgor de la ambigüedad que no puede reducirse a cantidades.
Máscara como pasaje del misterio y del caos a lo familiar, antropomorfismo que cosmoniza.

¿Cuántos cuerpos hay entre nosotros?
El héroe, el monstruo, el hilo, cada cuerpo es todas estas fuerzas diseminadas en el laberinto de la acción, vitalidad y devastación desplegando un destino gestado cada vez.

Fabulaciones entre lo ordinario y lo extraordinario de cada día, infinitud de acciones, cosmogonía de un advenimiento posible.
Casa sobre arena a merced del viento, el cuerpo es la casa del Sujeto, una corporeidad amarrada a las certezas de su época, arco tensado entre el origen y el porvenir.
Blindaje de la filiación que devora la novedad en las máscaras de antiquísimos rituales.
El Sujeto hace del cuerpo su instrumento, su posesión.
Ceñida al orden de la historia, la acción es lugar de identidad, donde el cuerpo emerge como arquitectura de fuerzas que buscan arraigo en la cultura.
Inmerso en las ataduras del Sujeto, el cuerpo intenta volver al misterio de lo vivo, vitalidad transversal, corta planos de enunciación y anuda fragmentos.
Desujetado de los disciplinamientos de la representación, el cuerpo deambula nuevas receptividades, nuevas expresividades donde hacerse.
Atadura deslizada que sospecha la diferencia.
Desvío en la narración, tachadura en la novedad.
La acción insiste en la ausencia y de la perturbación hace cuerpo, dimensión conjetural del lenguaje para habitar lo indecible.
Geometría del signo, movimiento que en las líneas de fuga explora su existir.
Conjetura, el cuerpo se hace territorio y deja como estela el mundo.
¿Quién es el cuerpo?
El cuerpo es otro, pues no hay más vida que aquella que soporta el rostro fulminante de la muerte.
La muerte como presencia del corte, del movimiento, discontinuidad en el dinamismo de la vida.
Equilibrio, completud, sentido, verdad, bien.
La muerte es lo otro, tránsito en la alteridad; nos vuelve vulnerables y entonces, quizás, la belleza puede tocarnos.
La urdimbre de lo vivo es fragmento.
¿Infinitud de lo que vive?
Toda experiencia, todo contacto con lo vivo es siempre fragmentario. Derrumbe del umbral de representación, vacío pleno.
Fragmento vivo y fértil, vecindades sin contigüidad; colectivo capaz de engendrarse en un cuerpo, en múltiples cuerpos, igual a sí y diverso cada vez.
El acto creador se abraza a una soledad radical para nombrarse en lo que crea.
Pero no hay soledad sin fundación del otro. De otro que es un misterio tan vasto como quien va a su encuentro.
Soledad de crearse en otra piel.
Subjetividad sin suturas, íntimo e infinito, lo abismal del encuentro sostiene la soledad cobijando a otro donde hallarse.
Acción de gestarse sin posesiones que se derrama en invención.
Toda existencia es génesis que se consuma, estado de asombro.
Movimiento que constituye al sujeto de la acción, y lo aniquila para que advenga el cuerpo.
Mestizaje entre las gestualidades y el vacío, ubicuidad del anhelo, movimiento que, mucho más que el sentido, busca a la vida misma.

La acción como advenimiento del cuerpo (segunda parte)

La acción es tiempo, cambiar y permanecer de lo que existe y se despliega.
Vamos siendo, tránsito que puebla la búsqueda, el hallazgo, el extravío de eso que hace cuerpo.
Borde de temporalidad que entrama transcurso y duración. Intensidad de la persistencia, donde la acción se prolonga y reverbera tejiendo la piel del mundo.
Insistencia de la carne en hacerse presencia para alojar el anhelo y su descanso.
Imbricaciones de lo sucesivo y de lo simultáneo que funda, como en un cuenco, los pliegues del acontecimiento.
Morar la vida, hacerse extensión, un aliento inasible que intenta cifrarse.

El impulso creador es ese momento de la acción que busca transformar.
Exploración, titubeo en lo incierto que va horadando las certezas en el transcurso del que emerge.
Tensión entre el cauce de fuerzas, de ideales y prácticas consolidadas, y el palpitar de deseos.
Tensión, punto en el tiempo y en el espacio, que es forma, imagen a ser desgarrada.
Figurabilidad de magnetismos en pugna, quietud expectante a punto de ser desbordada.
Vitalidad que emerge y se apropia de las imágenes que una época, una comunidad, producen para diseminarse en secuencias discontinuas, en momentos de visibilidad e invisibilidad, al interior de férreos ensamblajes.
Movimiento de la diferencia que se desvincula al interior de las conexiones dadas.
Lo que vive mueve, muta, se desliza en sus ataduras.
La experiencia, como reflexiona el filósofo Juan Carlos De Brasi, es tajo de la mismidad desde el acontecer de la repetición, acto de fallar que produce porvenir. Momento en que se aniquila cierta exterioridad del tiempo, en tanto “lógica de la represión de temporalidades subjetivas” (De Brasi, Juan Carlos. La explosión del sujeto. Editorial Grupo Cero. 2º ed. Bs. As).
Mucho más que artilugios estéticos, aniquilar el tiempo como exterioridad, construcción de una atemporalidad activa.
¿Estamos en el cielo del dios judeocristiano?
No es la eternidad inmutable de las esencias, es la aniquilación del movimiento secuencial de toda representación, movimiento de lo dialéctico, movimiento de la causalidad, para inaugurar la existencia que más que un ir hacia, es el movimiento de estar con, movimiento vinculante, cohesión que disemina. Atemporalidad en tanto acto que no queda nominado en un lugar unívoco de la flecha del tiempo.
Demora en que se expande como tiempo hipersubjetivo, sin cantidad.
El acto habita la fisura, el corte de la línea de tiempo.
Intensidad en que la acción deviene pulso.
Borde entre dos infinitos, el acto es grieta.
Máxima vulnerabilidad de ser todo el tiempo del mundo, un infinito desplegado, consumado, que irradia.
Es que la acción que crea es irradiación.
Construcción de un tiempo que no es secuencial.
Hendidura del espacio hábitat, del espacio continente del ser, res extensa, pura cantidad a ser descripta.
El acto aniquila al hábitat y funda el mundo, que no es una cantidad.
La grieta, no lugar donde el ser cae, verticalidad urgente, desborda la “materialidad” del tiempo y del espacio, su exterioridad, como aquellas cualidades mensurables de todo acontecimiento.
Combustión que no puede ser albergada por la forma.
Estado de contacto, irradiación hecha marca, transformación, cambio que se produce en la matriz del contexto. Esta marca obra testimonio de un estado, símbolo de la presencia inaprehensible que adivino, deformidad reveladora del carácter inaugural del acto.
La obra es constitución de un signo, espacio de inscripción, tiempo de una interpretación, duración. Siempre remite a otros signos pues emerge de los trazos que el contexto ha dejado en ella.
El acto creador, salto y caída, ilumina cualquier espacio que quiera ser constituido para desmentirlo. Pura cantidad, imagen despejada, el contexto es fuerza original devorada por la historia. Masticación putrefacta, rigor mortis, el contexto.
Todas las posesiones del ser, mundo de la representación y del sentido, son en las fauces del contexto.
Arrojado al acto, el ser abraza el vacío, es vacío y sólo allí se nombra.
La espacio-temporalidad constituye el reino de la historia y la naturaleza como representaciones colectivas del ser.
Inasible para la conciencia, es creado, aprehendido, por vectores que modelan la percepción de aquello que desborda toda representación, la existencia.
El contexto hace del ser objetos, pasaje de la existencia inaprehensible al ente cuantificable de la vida social y natural.
Hace del ser un objeto discernible al que le suma unas fuerzas cuantificables también, dinamismos mecánicos subsumidos a la lógica de la causalidad, o de la dialéctica.
Un mundo razonable aún en sus incertidumbres, un mundo posible de legar.
Mundo de la acumulación y del progreso. Mundo que avanza con el motor de su “lógica interna”. Mundo de la evolución, de la progresión y del sentido.

El acto de crear inaugura el espacio como topología, como estado deseante, y hace presente el misterio de una vitalidad entrópica, en caída. Vitalidad que se expande degradándose hasta alcanzar su punto máximo, la consumación, vacío de la forma. Como la exclamación de Oliverio Girando en su poema Pleamar:


Nada ansío de nada,
mientras dura el instante de eternidad que es todo,
cuando no quiero nada.
Mucho más que múltiple, misterio.
Arrasa un mundo de símbolos, de lenguajes, de prácticas devaluadas, para que el misterio tome la consistencia, el espesor, del contacto. Conocimiento en términos de estado, no de razonamiento. Comunicación de una vibración que irradia.
Saber es estar ahí.
Misterio de la belleza que vibra con una intensidad deconstructora del mundo.
Se existe en la incompletud. Se existe en la falta.
Cuando mira la finitud como un mal abrumador que la modela, la subjetividad padece.
Padecer es habitar el mito del origen común, de la perfecta unidad, acostarse en el altar del sacrificio para que Otro haga en mí.
El impulso creador renuncia al padecimiento y abre el camino a la contemplación del dolor y a la vivencia de la belleza que transforma la subjetividad y el mundo.

19 junio 2007

Escenas de devoración y producción de subjetividad (primera parte)

“Ella camina debajo del sol como si no supiera. La protuberancia enorme de su vientre apenas cubierta de ropaje. Ella finge inocencia frente a las vidrieras de la avenida. Preñada, camina la tarde en la ciudad, con la impunidad silenciosa, líquida y oscura de poseer un hijo”
I

La Madre hace presente la devoración del uno. Toda diversidad del ser queda sujeta a las fauces de su regazo. Mujer de la vagina dentada, cuerpo fagocitante de la ilusión de completud, vuelto sobre sí, se refleja infinitamente. Un espejo que engulle toda distancia.
“Yo soy el mundo”- narra el cuerpo de la madre y condena al hijo al goce de la eterna unidad.
El otro, que el hijo es, pugna asido a la ley en un cuerpo deseante de cielos más vastos que la cúpula del útero.
Un anhelo alimentándose a tientas en el laberinto del cuerpo de la madre. Un anhelo abrigado de células y húmedas electricidades. Un anhelo añorando calzarse un mundo. Un grano de luz desgarrando la narración del cuerpo materno.
Este hijo, cuerpo de hijo, es puntuación, corte, silencio en el monólogo de la madre. Después, el hijo inaugura el exilio, la extranjería, devasta la Madre Patria y echa a correr el reloj de las genealogías. Crimen que fecunda con su potencia transformadora una nueva cosmonización, el territorio de la fratría.

II

Pensar esta madre arquetípica, esta madre que es una, es sumergirnos en el juego de acercar y alejar el referente, la literalidad de la madre de nuestras historias personales. Esta otra madre más que remitir a la maternidad como práctica social, alude a un cuerpo que encarna la fuerza de lo constituido, de lo consolidado por la experiencia humana.
Cuerpo de la tradición, no nace ni muere, no es hombre ni mujer, es el cuerpo omnipotente, eterno, del tótem. El cuerpo de esta madre nombra el mundo y cobra figurabilidad, es habitado, en las instituciones.

III

El cuerpo es una narración que se construye a sí misma. El cuerpo se dice, y al decirse va siendo. Su alfabeto es un entramado de historia, biología y azar. Es la fuerza de la tradición hecha tejido, órgano, hueso. Dinamismo de la memoria. Praxis que deviene objetos. Derrotero, marca tangible para la búsqueda, el hallazgo, el desencuentro. La cultura va siendo corporeidad. Esta encarnadura es más que vestigio, que testimonio de un pasado. Es el presente facturado por múltiples tiempos. Es el encuentro, la intersección de vastos espacios de experiencia. Cuerpo vigoroso y deforme de la experiencia humana, martillado por los sueños y los miedos. Cuerpo de la catástrofe y los salvatajes milagrosos, cuerpo del derrumbe, cuerpo sobreviviente, cuerpo hacedor de sí.

IV

La cultura es una madre vigorosa que se alimenta de sus hijos. Esta protagonista brilla, se enaltece, con el resplandor de millones de hijos que no verán la luz. Gestados en la oscuridad de su poderoso vientre serán ingesta en el seno de un monólogo devastador. La madre ama en el abismo de su boca insaciable.

El cuerpo de la madre tiene un lugar para que el hijo sea, a condición de clausurar toda diferencia. La identidad del hijo es una narración de otro. Devorado en el uno, el hijo es. Se constituye habitante de una institución. Cuerpo que alberga, presta forma, cauce a los fantasmas personales. Es el cuerpo de lo posible. Ser en ese horizonte de posibilidad y quedar delimitado en él.
Ese mismo útero en tanto contiene, niega, sobre todo aquello del ser que desborda por fuera de la herencia, su discontinuidad con la tradición que lo constituyó. Novedad monstruosa, impulso instituyente del sujeto. La exploración del sí mismo es una ansiedad hecha de imposibilidades, es el intento de desgarrar las vestiduras que nos trajeron aquí, pero a la larga todos descubrimos que somos ropaje. ¿Entonces?
Subjetividad e institución, un binomio metafórico del ser.
La institución hace muros en la reproducción, volver por “más de lo mismo”, no hay cambio que pueda prescindir de este aspecto nutricio y fagocitante a la vez, de la tradición. Es la identidad vivida como continuum, como raíz. La búsqueda de lo otro es siempre exogámica.

V

El hijo, por ser tal, encierra la potencialidad del silencio, la tensión que devendrá acto, es diferencia en el cuerpo materno y antes de ser devorado, y después, guarda la esperanza de darse a luz, constituirse otro. Este hijo es puntuación, mordedura de la ley capaz de establecer un ritmo, una alternancia en el decir de la madre. Cuando la ley del Padre alcanza a investirlo, el hijo está listo para intentar exiliarse de la casa materna, darse un territorio exogámico, nombrarse extranjero, sujeto del extrañamiento, novedad.

Este extrañamiento es inauguración del mundo, apertura al conocimiento, construcción de la mismidad, acción plena de tensión. Decir de la alteridad, transformador de la tradición. La acción del hijo deconstruye el cuerpo materno. Acción que fragmenta la voracidad omnipresente de la madre. Acción de la monstruosidad que es desborde de la norma. El hijo se apropia un espacio, acción cosmonizante, ingresa al tiempo de la historia y acepta morir. Territorialidad de carácter informe, inédito, revulsivo, que apenas puede ser balbuceada por una práctica exploratoria. Exploración que advendrá estética.
La acción instituyente del hijo crea canales para el deseo plasmando territorios en el espacio. Si se institucionaliza deviene madre. Esta madre ahistórica, esta madre anterior a la división sexual, esta madre que no es alcanzada por la prohibición del incesto. Madre perversa que hace del hijo objeto de su goce; cuerpo de la conserva cultural.

Escenas de devoración y producción de subjetividad (segunda parte)

VI

Las acciones instituyentes del hijo pueden ser pensadas como vacío estratégico dentro del mapa del poder dibujado por las instituciones y nos remite a pensar qué órganos del cuerpo institucional pueden ser desgarrados y en qué dirección. Comencemos por la verdad, voluntad epidérmica de la forma. Ninguna institución puede ser tal sin un cuerpo de creencia devenido cuerpo de verdad. La verdad es un ordenamiento jerárquico, unidireccionado. Su antinomia es la experiencia. No hay verdad en la experiencia, hay metáfora, decir de la sensibilidad. Remitir este cuerpo de verdad a la experiencia es vaciarlo de su condición de posibilidad, desanudar pedazos de la trama para caer. Dejar de ser sostenidos en los brazos firmes de la madre para abrirnos al vértigo de la gravedad. Caer como modo de explorar los límites. No se trata de que la institución no albergue experiencias, sino del ritmo de experiencias que puede sostener. Este cuerpo de verdad, cuerpo del buen entendimiento, cuerpo de la racionalidad, imprime a las experiencias cotidianas de los sujetos un ritmo más o menos estable, máscara ideologizante del sin sentido, prepotencia que reduce cualquier novedad del campo de la experiencia a la homogeneidad de una determinada alternancia. Remitir a la experiencia en el sentido de remitir a la variedad de ritmos, a su simultaneidad y sobre todo a lo inconexo de su irrupción en el campo perceptual. El vacío de sentido es un agujero en el cuerpo institucional que promueve la formación de objetos, nudos en la trama que permitan subjetivación, más allá del horizonte del consenso y el adoctrinamiento.


VII

Examinemos ahora el órgano de la espacio-temporalidad. El tiempo y el espacio son experiencias de lo humano, como tales múltiples atravesamientos los han constituido en conceptos, en valores, en objetos, en afectos, en acciones. La institución como representación colectiva incluye este rasgo de la experiencia humana. El cuerpo institucional como espacialidad cosmoniza, organiza nuestro mundo. Crea a partir de un centro, el cuerpo de la verdad, la casa que nos recibe al nacer. Esta casa- útero opera una abertura, una escisión que atraviesa los diversos niveles de la existencia humana:
- el cielo, morada de los dioses, de lo que aspiramos ser, del ideal del yo, hacia donde mira el ojo omnisciente de la madre.
- la tierra: espacio del quehacer cotidiano.
- las regiones inferiores donde yacen los muertos a la espera del juicio, donde los pies de la madre enraizan en la dimensión transgeneracional.

Esta casa es linaje, nos hace pertenecientes a un orden que nos preserva de lo amorfo, lo larvario, lo demoníaco.

En la casa, el monstruo primigenio de la novedad, de la diversión, ha sido derrotado.
La casa es origen, tiempo de la gesta, cosmogonía. En la casa el tiempo de la historia puede ser detenido.
Abolida la duración histórica el tiempo del origen retorna en los ritos para regenerar lo corrompido, devolviendo al hijo al verdadero conocimiento, las entrañas del cuerpo de la madre.

VIII

Origen y cabeza, nos instalamos en el tiempo del uno que congrega y nos hace pertenecientes no a nuestra propia historicidad sino al mito fundante del tótem.
Formas circulares, tiempos cíclicos, la protuberancia del vientre es el altar donde se cumple el rito de fagocitar la experiencia. Decoración del hijo siempre inacabada, que retorna una y otra vez en el goce de la madre.
La alienación aparece en la institución como ritual. Permanecer y conservar la vida que nos atraviesa, amurándola.
Alegoría que invade el cuerpo, lo modela y lo entrena para las expectativas sociales: el deporte, la moda, la higiene, el urbanismo.
Explorar el cuerpo materno es construir el propio cuerpo generando matrices simbólicas de apropiación. El retorno al propio cuerpo como realidad sensible es mediado por una acción simbólica que es construir figurabilidad, ubicuidad al cuerpo de la madre. Si el cuerpo materno se desmaterializa, muta en eventualidad digital. Esta desterritorialización no opera en el sentido del exilio y la creación de un mundo nuevo, sino en una rostridad sin tiempo ni espacio, sin peso ni volumen, eterna, traslúcida, omnipresente. Cuerpo inasible, imposible de trascender, cuerpo inerte del fetiche. Cuerpo de una ausencia feroz que devora. ¿Dónde hincar los dientes de la individuación? La alteridad como experiencia no tiene territorio suficientemente nutricio donde arraigar para partir, queda detenido en un estar ambiguo sin construcción ni destrucción.

Escenas de devoración y producción de subjetividad (tercera parte)

IX

La institución puede pensarse como narración mítica que modela una cierta arquitectura del cuerpo, antropomorfismo fundante de la identidad.
Arquitectura donde el cuerpo busca asirse a la forma, refugiándose del vacío, transitando la existencia.
Una arquitectura que nos va tatuando, marca del Nombre.
La energía, el sostén biológico del cuerpo de cada uno en estas representaciones sociales, se inscribe no como una narración lineal, sino como la trama donde cohabitan en equilibrio más o menos inestable de tensiones, deseos en pugna, provisorias negociaciones. Si la institución intenta materializar un orden preconstituido es la praxis la que no se dejará reducir a un artefacto estable, limitado, nítido, cuerpo de la madre perversa.
La estrategia del vacío, es vacío en el discurso de otro, discurso constituyente del sujeto pero que lo aliena. Vaciarlo es romper los automatismos con lo que define el deseo de los sujetos, vacío como posibilidad de engendrar un campo para la expresión, la existencia de deseos divergentes, de los sujetos en la institución. La fuerza de individuación debe crecer en el seno de este cuerpo voraz, habitarlo desde la contradicción. La tradición entonces alimentará lo inédito, lo que está del otro lado de su propio cuerpo y no puede ser nombrado más que por la acción instituyente del hijo. La mterialidad del cuerpo y el símbolo de la ley engendran la acción vital del hijo. Territorio de la fratría, la hermandad del grupo establece un espacio transicional entre el cuerpo materno y el cuerpo del hijo. Espacio para la construcción compartida y la negociación. Espacio de la diversidad y el diálogo. Un juego reglado por la ley, lugar de creación, donde la tradición retorna transformada, despojada del goce de la madre. Esta madre que muerta fertiliza la tierra de la fratría. De cuerpo hermético a cuerpo despedazado. La fuerza de individuación es la fuerza de agrupamiento, la fuerza para vincularse en un entramado que albergue también el desencuentro. Un entramado que no se sostenga en la continuidad de lo contiguo sino en la proximidad existencial del contacto.
La proximidad del diálogo que es provisoria, inestable, receptora del otro.
Para entrar en diálogo el hijo debe asesinar el cuerpo unívoco de la madre. El diálogo del hijo es con otros hijos. Este diálogo es vacío, instante, fisura, donde lo inédito puede presentificarse. Acción que no apela al conocimiento previo de lo que advendrá sino que se entrega a esa fuerza que pugna, para ser modelada por ella.
El vacío como locus de la fratría, lugar, posición a ser colmada por la acción instituyente, donde el discurso del otro, la representación institucional, es objeto de la praxis, materia prima para su actividad autoexploratoria. En este sentido, estrategia que apunta a la ruptura de la alienación como modalidad de relación con la institución.
Desanudamiento en el entramado institucional como momento estratégico en la producción de subjetividad.

X (Inquietud de un destino posible)

Todo nacimiento es un desborde del canal de parto. Nacer es algo más que el pasaje de un estado a otro ahí donde la naturaleza afirma una abertura en el espacio y el tiempo. Todo nacimiento es plus de novedad, línea de fuga del cuerpo de la madre. Todo nacimiento es un misterio, la abrupta irrupción de lo inexplicable. Las instituciones son tramos tangibles de una presencia intangible. La existencia parece desplegarse en un inconmensurable vacío. Todo intento de nombrar es la ilusión de transformar en presencia, frente al ojo de la conciencia, el incesante fluir de intensidades, vagas y poderosas a la vez. Fuerza inasible que nos atraviesa, constituyéndonos. La existencia se nombra en nosotros y su misterio permanece intacto en esa extrema proximidad. Intimidad desconcertante, máximo punto de lejanía. Un ir hacia donde se está siendo. Un espaciamiento en el tiempo. En estos tramos de vacío las instituciones son códigos plenos de presencia, plenos de afirmación, espacios de gesta, borde de la existencia. Las instituciones son costuras del vacío donde existir. Sutura creando el límite de la forma. Marca, huella del deseo, territorialidad de la experiencia. Acontecer ahí. El acontecimiento es deformidad. Horror de la marca primigenia. Incesantes desmontajes de la forma en un pulsar hacia lo innombrable.

El acontecimiento aparece como un decir balbuceante en el silencio. Como puesta en suspenso de toda afirmación. El acontecimiento es irrupción de la forma en la forma, labilidad de los bordes, nueva configuración, puesta en cuestión de los binarismos yo- no yo, realidad- fantasía, pasado- presente. El aconteciento es extravío.

(Fotos de familia)
Madre e hijo: ser, estar y ¿padecer?
La madre devora- el hijo asesina. El monstruo es una máscara de doble faz. Anverso y reverso de una escena de captura. Ambos atrapados en la narrativa de una erótica muda. El deseo, náufrago en la espera, prisionero en un vaivén de espejos, en el cuadrante de un tiempo circular. Casi un destino sellado. Personajes que la subjetividad transita a lo largo de su vida en busca de la diferencia, de un espacio vital que exceda los límites de esta narración, la fratría. Máscara inquietante en la que cobra presencia lo siniestro del existir. Aquello que debe permanecer oculto, silenciado, intacto. Cuando lo siniestro entra a escena, cobra figurabilidad, se abre una intensidad nueva, el deseo recupera su carácter polimórfico, su legendario afán, vagabundea esperando el encuentro en otro, duro trabajo de la pasión. Se anuncian en el aire dolores nuevos, sabores nuevos, días incandescentes, policromía de la deriva. Jonás puede viajar por fuera del cuerpo de la ballena. Y las certezas migran. El monstruo respira los pliegues de un rostro que cuenta una historia siempre igual a sí misma. El monstruo inaugura palabras en la boca estrecha y abismal. Horror y maravilla de desear encontrar la alteridad en algún tramo de la piel del mundo donde ser más que eco. Ansia de otro, de una desmentida feroz de los espejos que inaugure el juego de inventarnos en los mutuos intersticios, en ese instante de silencio antes de una frase, en la irrupción del llanto, en la carcajada, en el brillo del vino a destiempo, en la desmesura del gesto. El juego de inventarnos en el fastidio inmenso de tener que elegir, y decidir, y renunciar. De existir sólo una vez, tan fugazmente.
La monstruosa belleza de la vida. Ahí. Tan cercana, tan ella, esquivando el miedo caderas adentro. Atravesando todo control, toda desidia, toda energúmena norma. Apareadora incansable de sueños, capaz de caminar impávida la distancia que va de los sepulcros hasta el próximo amanecer.

Poética del error y la creación – (Fragmento del ensayo inédito Topología de la acción)

El error viene a construir. Hacedor incansable atraviesa los paisajes de la vida y de la muerte como un corazón en vigilia.
El error, como el idiota de la familia encadenado en el altillo, siempre escapa escaleras abajo movido por algo diferente a la voluntad de alguien en particular.
El error es un sueño que no fue, acabado de nacer yace muerto, inerte, deforme. Rigidez cadavérica, extrema palidez que fecunda.
Nadie ama el error aunque todos se jacten de proclamar lo contrario.
El error insiste en balbucear bajo la mordaza, insiste en contemplarnos más allá del encierro al que fue condenado, insiste en dejarnos desnudos, a la intemperie, después de romper algún juego de nuestra certeza.
Pura deformidad de alguna verdad saludable, puro desencuentro entre la acción y la expectativa. Nada más cercano a la creación que el error.
Entonces ¿cuál es la aptitud del acto creador?
Su máxima aptitud es el error, pues sólo el error puede acercarnos a los límites del mundo.
Primera y última aptitud la de errar, errar intensamente.
Sólo el error puede acercarnos a la maravilla y su reverso.
El touch de la creación transmuta la carne del error, del dolor, del horror, de la muerte en belleza.
Se aprende del error, dice el adagio. Se aprehende en el error. Eso que nombra sin palabra posible el anhelo, eso más allá de las literalidades, eso se aprehende en el error.
El camino al infierno del error está sembrado de buenas intenciones. Impulso bienhechor, sonrisa beatífica del ángel exterminador.
El error nos bendice con su devastación, nos deja perplejos al borde de un camino que nunca valió la pena, devalúa una vida de esfuerzos previsibles por los que ya hemos recibido pálidas recompensas.
El error es el idiota sin talento para la jactancia. Aquel que no tiene nada, nada que perder.
Sólo hay error en la acción que busca éxtasis. La acción del anhelo que no alcanza a consumarse. Sólo hay error en la construcción. Sólo hay error en el intento de fundar el mundo y de crearse.
Diestro error la acción que balbucea el boceto de una esperanza. Diestro error que alude a aquello que no alcanza a plasmar. Diestro error que no abraza la belleza pero vuelve a invocarla. Diestro error que pulsa la cuerda de la convicción sin pronóstico a favor. El error acontece cuando la existencia inaugura la búsqueda del contacto consigo mismo, con el otro. Cuando ha renunciado a hacer del equilibrio un sinónimo de la belleza, cuando a la existencia no le alcanza la forma y se interna en lo informe, la acción yerra.
El error anuncia el deseo, deseo sin forma, deseo que habrá de nacerse en una subjetividad que devenga acto.
Errar es el impulso de perseguir lo esquivo, lo inaprensible, sin quedar aniquilado por la imposibilidad.
El error es la acción que no sabe. Acción de construir saber desde lo incierto.
El error, como dice Santiago Kovadloff, es “el raro don de la perseverancia en el extravío”. Un anhelo tan grande como su fracaso, la subjetividad que busca traerse en la creación, nacerse, darse a luz desde la oscuridad de lo inconcebible.
El acto es este encuentro, siempre fragmentario, fugaz, casi imposible.
Algo de la infinitud del ser es tocado por el acto. Algo que no es posesión ni aspira a ello, algo del amor, una irradiación sutil.
La potencia del acto es su valentía para enfrentar un imposible, lo abismal de la propia vida.
El error deviene acto no cuando acierta un imposible sino cuando logra deslizarse hacia algo del nombre, hacia algo donde no es puro reflejo, cuando captura con luz propia algo de lo inaprensible.
Cuando adviene el acto no adviene un acierto, una certeza. El acto es un toque que transmuta el error en belleza. La verdad del acto no es un acierto, certidumbre irrevocable, descripción unívoca que reduce el misterio a la nada.
La verdad del acto conserva intacto el misterio, su potencia irreductible a toda forma, a todo código.
El acto no devela el misterio, no lo denota, no lo connota.
El acto roza el misterio y este roce trae a la subjetividad que se arrojó al abismo del acto.
Cuando toda argumentación fue extenuada, el acto devela un trozo de belleza que nos recuerda que la muerte no nos ha devorado.
El acto pone mirada en nuestros ojos, calor en nuestra sangre, conciencia en nuestro pensamiento.
El acto, un sol en plena noche, una aurora tremenda, más real que la aurora más auténtica, inaugurando el día a deshora.

Exilios del cuerpo

Ustedes están frente a mí. Infinitamente lejos, infinitamente otros. Yo estoy tan cansada que casi no los puedo pensar.
Entonces, por cansancio puro, por pura impotencia, abro los ojos, y los miro, ahí.
No puedo nombrar, y no nombro.
No puedo elegir, y no elijo.
No puedo decir nada, y me callo.
Estoy sentada porque no tendría fuerza para sostenerme en pie. A ustedes les pasó de todo, les pasó una vida. Fueron animales, pulmón, inmigrante, avispa. Estaban en una cosa, fueron a parar a otra.
A mí no me pasa nada.
No tengo con qué.
No tengo ganas.
Entonces, por cansancio puro, por pura impotencia abro los ojos y los miro. Ahí.
Son un racimo de hermanos en la especie, un retazo de sueño compartido, son un montón de transpiración en común, y una pila de brazos, piernas, panzas.
Yo no tengo a nadie.
Y ni siquiera podría extrañarlos.
Apenas me alcanza para mirar, casi como un topo ciego que palpara, inmundo, la agitación rosada de tanto labio, mejilla, nariz, frente. Y el revoltijo de los pelos. Y cierto temblor y pedazos de miradas. Ahí, tan humanos, tan cuerpo.
Ustedes, frente a mí, por puro cansancio, por pura impotencia.”

El sujeto hace masa. El adagio freudiano retorna en el fin de siglo para interrogar las prácticas, los dispositivos, el sustrato teórico de las experiencias.
Retorna para nombrar una vez más, esa sustancial discontinuidad sujeto-sociedad.
Discontinuidad que se proyecta, se refleja, se anuncia, en una constelación de conceptos y prácticas: yo, red, individuo, resonancia, comunidad y también, percepción, cambio, cuerpo y tantos otros.
Trabajando en grupo, trabajando con grupos, esta imposible relación sociedad sujeto, al decir de Bauleo, se me presenta, se me impone, como un enigma de cuerpo presente. Un enigma que reencarna en otro. Crear y repetir, como anverso y reverso de una misma potencia.
El cuerpo humano, como territorio diferenciado del organismo biológico que es su sustrato, es ámbito de lo social, no sólo donde el histórico social se plasma, sino sobre todo donde encuentra energía, derrotero, forma, para reproducirse y para crear.
Desde esta enorme usina que es el cuerpo humano, como parte de la naturaleza misma, la sociedad se expande y se contrae en objetos, símbolos, prácticas. De la arquitectura a las instituciones, de la noción de Dios a la cirugía plástica, del juguete a pilas al beso en la boca; el cuerpo humano, el “societario” cuerpo humano de cada uno de nosotros, se manifiesta como poderoso fecundador fecundado.
Entonces, ¿cómo interrogar al cuerpo en esta potencia? ¿Cómo explorar los ensamblajes con que da forma al estereotipo, al insigth, al síntoma, al aprendizaje? ¿Cómo demarcar en la cartografía corporal una zona de producción de estas intensidades del repetir y del crear, de la conservación y del cambio, frente a la vastedad, a la infinitud del cuerpo? Creo que este borde es la percepción.
El campo perceptual es una producción compartida que encarna esta discontinuidad yo-nosotros e instala una zona de juego donde fundar el mundo cada vez.
La percepción es diálogo de lo personal y lo social. Es la experiencia de dar nombre, de construir límites, de gestar la casa que habitamos.
En la percepción un mundo posible va al cuerpo, hace cuerpo, en tanto organismo modelado por el imaginario social, por el deseo y su derrotero histórico. En este sentido la percepción es diálogo con otro y es construcción de la subjetividad, es campo de la repetición, de la reproducción, de las estructuras del poder en el sujeto; lazo, nudo donde el ser es sujeción en el social.
La percepción pone en escena un modo de estar en el mundo, encuentra enlaces con la cosmovisión de su época, es la red en el sentido de que reviste un aspecto colectivo, aún en su intensa singularidad.
La percepción es eco de la historia, es la inscripción en el cuerpo del acaecer del mundo. El imaginario social modela la percepción en un abanico que transita de lo posible a lo imposible de ser registrado.
La percepción cosmoniza porque marca el tiempo, estableciendo ritmos, invariancias, secuenciando la experiencia, construyendo territorio en la especialidad, la piel con que vestimos el mundo.
La percepción es el sostén del mito personal, grupal, social. Es la narración que da cuenta de la existencia, que organiza la angustia de la incompletud, internando al sujeto en su cuerpo y en el mundo.
El adentro de la percepción es esta doble faz, que se materializa, que se plasma en una información. Por eso percibir es un acto expresivo donde la tensión creación-repetición pone en juego las pertenencias, de qué totalidad somos partes y cómo, de cuál estamos excluidos.
Este entorno de lo social es tatuaje en el cuerpo, lo marca, revela su dimensión mítica, lo inscribe en ella.
La percepción sumerge al sujeto en una raíz milenaria y este retorno es también su fuerza innovadora, creando la posibilidad de nombrar el mundo otra vez. Es desorden, desestructuración, pero sobre todo apertura, nueva información, recursos para la transformación. Báscula entre repetir y dar nombre a lo inédito.
La percepción es la posibilidad de deconstruir una identidad abroquelada, de deconstruir al sujeto como unicidad y abrirlo a lo múltiple. Establece demoras, puntos de condensación donde resignificar la versión de sí, la versión del mundo.
Puede ser el pasaje al misterio, al absurdo, el pasaje por lo siniestro.
La percepción cosmoniza en un sentido divergente al de la historia y construye grietas en su sólido cuerpo fecundando lo inédito en esas rajaduras. Presta su hacer a la novedad del sujeto que siempre es otro como el río.
La percepción sostiene el cuerpo de la historia, lo nombra cada vez, y al nombrarlo va dejando instantes azarosos, nuevos, instantes feroces como espadas, para despedazar una certeza milenaria y otra cada vez. Fundación silenciosa, provisoria del existir.
El trabajo desde la improvisación intenta acompañar al sujeto en esta exploración. Pone marcas en un recorrido, es un reconocimiento de sí que territorializa una diversión, una divergencia, un desvío a la historia.
Muchas veces se plasma en un impasse que busca demorar la percepción de lo informe, acentuar esta sensación, dejar que habite el cuerpo y lo moldee. Esta demora facilita abrir la sensibilidad al caos para construir en forma gradual registros más minuciosos, variados, desconsensuados, diversos, para descubrir canales de resignificación, de recreación de la subjetividad.
Apertura al asombro de sentir algo no previsto, de sentir la imposibilidad de sentir, de sentir el miedo a sentir, de sentir la ansiedad de sentir.
En el cuerpo que percibe dialoga lo mítico con lo informe, se articulan múltiples tiempos y espacios, que dan cuenta de un mundo posible y un mundo anhelado.
La sensibilidad es la puerta al placer y al dolor de existir y la posibilidad de estar presente en el presente. Presencia de la conciencia que no siempre es presencia desde el consciente. Presencia en el sentido de habitar mucho más que en el de explicar, describir, verbalizar.
Los recursos con que la improvisación estimula la percepción transita el trabajo corporal, el uso de objetos, las escenas, y sobre todo el uso de la metáfora.
La metáfora deforma, dirige la reflexión, imprime contexto a la percepción y transforma, tensiona, problematiza sus contenidos.
La percepción cosmoniza y la improvisación deforma, apela a la experiencia, a la experimentación como extrañamiento, como conjuro. La improvisación busca convocar al extranjero que nos habita.
La percepción, cuando hay demora, cuando es un estar que puede ser explorado en alguna medida, desafía, pone en suspenso el mundo del sujeto. Toda unidad se vuelve provisoria, queda suspendida y se fisura. La falta, la incompletud, el vacío impacta la identidad del sujeto, lo desmiente y en este sentido lo expulsa del linaje que lo albergó.
Este movimiento abre intensidades, devenires que potencialmente habilitan al sujeto, al grupo, a la experimentación. La experimentación como acción deconstructora que lleva siempre implícito el soportar la desilusión de cierta completud de lo dado, la improvisación intenta potenciar esta capacidad en el sujeto como un paso en la construcción de autonomía.
Frente a un histórico social que globaliza, la percepción enfoca, pone foco (¿fragmenta?), sobre todo desilusiona para abrir el juego de la multiplicidad, de lo diverso en la escena del poder.

Decir en la escritura

Lo importante es este fuego que lo conmueve todo por igual -lo que viene en el Viento y lo que está en mis entrañas- este fuego que lo enciende, que lo funde, que lo organiza todo en una arquitectura luminosa, en un guiño flamígero bajo las estrellas impasibles
León Felipe.

Y entonces, ¿porqué la palabra?
Herir la perfección del silencio solo para verlas brillar como dagas en plena noche.

Acaso las palabras necesiten un lugar, y si ese fuera el caso, el suyo podría inventarse en los pulsos de la necesidad.
Necesidad de agrandar el mundo. El mundo del amor, del dolor, de la historia, de los sueños, de los miedos.

Vamos y venimos por las calles del día y necesitamos dar voz, darnos, a la carne de ese tránsito incierto donde merodeamos el misterio de estar siendo.

Cuando se hacen escritura, las palabras son raíces en la forma, naciendo del silencio de la lengua madre.
El magma de la existencia se fragmenta en objetos, brillantes y opacos, cada cual en su cuerpo, narrados narradores de una historia posible.
La escritura funda el espacio de la experiencia, no solo su representación sino la extensión misma donde los aconteceres se pliegan y despliegan, el lugar donde pulsan las fuerzas de lo que adviene.
Piel que abraza la piel del horizonte. Ombligo que respira en la vastedad del silencio.

Nos funda el baño en el lenguaje. Mar primigenio, las palabras nos arropan a la hora de nacer y deambular el mundo.
Vestiduras en la intemperie del anhelo de vivir.
Ataviados con los nombres del mundo, ceñidos a lo atávico de la lengua y a sus presentimientos, echamos a andar los territorios donde batallan el surco y el hambre, donde el hombre espera un mundo por venir.

¿De qué hablan las palabras?
¿Acaso hay alguien del otro lado de esta piel de papel?
Indefensión que busca abrigo en la palabra dándose las incardinaciones (los puntos cardinales) donde esperar la llegada del sol cada mañana.
La lengua de la madre, la experiencia de la lengua materna, inscribe los periplos del deseo en las derivas de la materialidad y se hace cuerpo en nosotros.
Abrazo del fuego, el aire, la tierra, el agua, el tiempo, en un magma de símbolos que hacen cosmos.
Casa de la tradición en que las filiaciones reverberan en las palabras con que somos invitados a lamer el mundo.
Mapas donde las generaciones nos muestran el camino a casa. La palabra es cartografía de un regreso que funda desvíos entre el cielo y la tierra.

Marcas que nos inscriben en el seno de la comunidad, que nos alojan, y hacen posible la participación en la cultura.
Caldero de las luchas de poder donde cada qué anuda un punto de la trama.
Idioma de la presentación del Otro en la elaboración de las propias narrativas.
¿Quién se queda con la última palabra?
¿Para decir qué?
Juegos de apropiaciones y expropiaciones en torno a los lugares de saber, de decir, de escribir, de hacer público, de imprimir constelaciones de sentido donde colonizar y descolonizar el deseo.

Matriz de subjetivación donde vamos componiendo un modo particular de hacer mundo, de estar en él.
Las palabras recuperan, recuerdan, repiten la pulsación de recorridos pre establecidos, paternidad de las reglas diseñando la rítmica de lo cotidiano.
Urbe, urdimbre de gestos, arquitectura del código componiendo prácticas.
Recuerdo en la acción de lo que va diciendo se. Modos del sentir y del pensar donde lo colectivo y lo personal se emparentan, grafías de advenimientos en tensión, en contradicción.
Somos escritos por la mirada del otro, por sus prácticas, por lo que nos da en herencia constituyéndonos.
Somos también lo que escribe el exilio, la imaginación, el accidente. Quiebre de la presencia como consistencia, como duración, como completud. Quiebre de lo extenso del texto de la existencia en intensidades diseminadas, tránsidos enmarañados de conexiones provisorias, apócrifas.
Contra dicción a los saberes del diccionario.

La experiencia del lenguaje es la experiencia de nombrar el mundo, de representarlo para aprehenderlo, gesto apropiativo que hace al cuerpo, narrándolo.
Piel en la alteridad, donde habitar y ser habitados.
Construcción que se macera como quehacer de la percepción. Impregnación desde la sensorialidad del espesor del universo, de sus particulares encarnaduras, y de nuestro íntimo modo de decodificar esas impresiones, esas presiones, donde la dimensión de lo biológico y lo psíquico se entraman y hacen a la corporeidad.

La escritura es movimiento. Decir en la escritura.
Pregnancia de lo real que retorna ex-presado, ¿retorna como exterioridad?, en la acción, amasamiento de la carne, sus potencias y las representaciones que lo habitan, marcando y desmarcando los bordes del campo de lo posible en la experiencia cotidiana.
Traducción en la acción, tracción del decir ,de los flujos de la sensorialidad, la emoción y el pensamiento.
La percepción y la expresión aparecen como momentos de composición de la subjetividad en el campo de una trama vincular ¿Cómo deslizarnos con ellas eludiendo el dique de las nociones de interioridad y exterioridad?
La experiencia de la corporeidad es la de una travesía en la incompletud de territorios topológicos, donde la racionalidad binaria adentro- afuera es permanentemente desbordada, no en una fusión informe, sino en arquitecturas infinitamente más complejas y plagadas de matices.

Espacios también del corte, de lo disruptivo.
Fallas, fracturas que como en los bloques tectónicos del cuerpo de la Tierra, dan cuenta del movimiento y la transformación del paisaje.
Decir, decirse, ser dicho en la escritura.
Pasajes entre la oralidad y lo escrito, entre lo instituyente y lo instituido, lo diurno y lo nocturno, lo temido y lo soñado, lo propio y la extranjería.
Pasajes en la continuidad y en el salto.
Hilvanes de lo identitario que se destejen en el fragor del azar y la invención.
Quiebre de las simetrías ¿Quién pulsa la mano que escribe?
¿A qué sujetaremos eso que las palabras rozan tras las máscaras del autor?.
Acto de narrar y narrarse. Acto de desamarrarse de las orillas del vientre materno.

Darse un cúmulo de signos para desplegar los tiempos de la existencia: la evocación, el anhelo, el vértigo de lo que acontece.
La escritura compone múltiples temporalidades cualquiera sea el tiempo del verbo en que se enuncia, anuncia.
Trama de pulsos entre lo arqueológico de la lengua y lo que dice un anhelo por venir.
Arquitectura del instante donde el espesor del ahora compone la rítmica de una especialidad donde el deseo busca alojarse.
En la fragua narrativa, la mirada, propia y del otro, se desliza palabras mediante, entre lo indecible del silencio y las trincheras del discurso.

¿Cómo escribir las grietas? ¿Cómo escribir la quietud?

La escritura compone múltiples velocidades. Se agita, verborrágica, en argumentos infinitos que alimenten la inteligencia de los inteligentes.

La escritura respira en sus pausas. Anida en el ritmo donde se demora para que las palabras deslicen un matiz. Palabra del vacío germinativo, de lo blanco del espacio y del momento en blanco. La palabra evoca sonoridades que quedan engarzadas en el silencio, en la imagen de sus signos.
Inspirar y exhalar, las palabras traen a la boca viva del mundo las cosas que piden ser nombradas.
Buscar palabras, extraviarse, para que algo del acontecer pueda decirse.
Desvío de la vitalidad que permita contemplar el escenario de los días.
Vía ardorosa explorando la necesidad y el sueño.
El acto de escribir se construye como marca de la experiencia.
Huellas de una historia de múltiples versiones, torsiones, donde amarrar la evanescencia del vivir, atadura de la carne al signo, ligaduras al tiempo y al espacio, malla de sostén en el vértigo de la propia vida.
Acto de religar los fragmentos en el naufragio de la forma.
Construir imágenes donde sentidos y sinsentidos disparen líneas de fuga en las certezas de lo extenuado.
Quizás lo más sólido de las palabras sea ese aliento que las impulsa a ir más allá de sí, de lo que nombran, como gesto de invención, como potencia ficcional para que anverso y reverso de la vida encuentren puentes.
La escritura proyecta un tránsito hacia otro y espera ser hallada.
Habitar la escritura como el imperativo de un llamado donde engendrar horizontes de posibilidad.

Hilván del movimiento de la vida, anudamientos conque cercar, acercar, un mundo en común al fuego gregario.
Escribir, mordedura y aliento en la boca del mundo. Dar letra al fabulador. Ese capaz de robar las certezas del origen.

El acto de escribir funda un espaciamiento en la voracidad del decir, demora, reposo del cuerpo en lo escrito.
Palabras frente al trajín del viento que todo lo lleva.

Detrás de mi hay unas huellas sucias; delante, el guiño de un relámpago en la sombra y dentro de mi corazón , un deseo rabioso de saber cómo me llamo
León Felipe

Las ideas, los signos, los pulsos del cuerpo se inscriben y hacen texto de la experiencia.
La letra se aleja del propio cuerpo para ser contemplada, para ir hacia otro. Para guardar memoria, para ser olvidada.
Juega a apropiarse de lo propio y de lo ajeno.
Se inscribe, describe, en el decir de otro.

Mis palabras, tus palabras, ¿a quién fueron robadas?
Nacer, crecer, fundar mundos. Tomar por asalto las palabras en el cruce de todos los caminos.

Alfabetos cotidianos donde el mundo se repite a sí mismo, horror del espejo, y se desmiente.
Deslizamiento de las ataduras en la lengua del mundo.
En la escritura las imágenes del cuerpo componen marcas a ser leídas, por uno mismo y por un otro.

Marcas que se acunan entre la literalidad de lo que nombran y la metáfora que señala matices no lógicos de la experiencia.
Acto de quemar el centro del mundo en una sola noche.
Saberes provisorios de palabras ambiguas. Señas para compartir el dolor, el amor, el miedo. Gestos en la soledad.
El acto de escribir es gesta de supervivencia en la desmesura de existir.
Acción de gestar instantes de reposo, más acá del horror, al abrigo de las palabras.
Germinación de la espera.
Abre la palabra lo que se pliega de nosotros en el sueño.
Sabe vislumbrar las sombras y alimentar jaurías.
Hablar en lenguas la palabra en que se cifra la rosa, jardín adentro, en el corazón del mundo.

La improvisación como experiencia de desafiliación (primera parte)

Proximidad y campo de experiencia

Toda experiencia es una aproximación. Aproximación compleja entre el deseo, los mandatos, la historia, la necesidad, los miedos, los sueños. Toda experiencia inaugura una distancia que funda, un presente y una alteridad posible. Toda experiencia nos constituye en relación con el otro, con lo otro. Por eso la proximidad más que definirse por la distancia entre el otro, lo otro y yo, se establece por contacto. Por la irradiación, por la afectación mutua que pasa a ser constitutiva de nuestro nuevo y provisorio estado, cualidad de la espacialidad antes que cantidad. Construcción de un espacio y un tiempo donde se despliega el acontecimiento, donde acaece la existencia incesantemente.
Frente a las preguntas por el presente, su caracterización y su pronóstico, uno puede intentar una pregunta anterior. Volver, reflexionar sobre la pregunta y aproximarse al estado, a la configuración imaginaria, emocional, material desde donde la pregunta emerge. ¿Inmersos en qué presente nos urge la pregunta sobre el presente? Una de las líneas de producción de esta urgencia, en el campo de la salud y de la cultura en general, tiene que ver con el padecimiento, con la contemplación del dolor. Padecer como un modo de existir profundamente conmocionante de toda construcción de sentido. El padecimiento parece desafiarnos a encontrar un plus de sentido que desmienta las certezas vigentes y active redes libidinales más allá del umbral de la existencia.

Juicio y juego

Explorar la producción de subjetividad en una trama social es en primera instancia la elección de suspender el juicio para iniciar el juego de pensar. El juicio es el ritual donde se busca una verdad que dé cuenta de hechos que han desbordado su cauce. El cauce de lo previsto, de lo provisto de significaciones nítidas, bien delineadas. El juicio constituye al juez, máscara del saber, del discernimiento entre la verdad y lo otro, que fuere lo que fuere, debe ser extirpado por la sentencia. El juicio constituye un borde. Adentro-nosotros, afuera-nada. Naturalizamos el mundo y entonces como el rabino en el Golem de Borges podemos decir: “Éste es mi pie, éste es el tuyo, ésta es la soga”, sin dudar, sin temblar, sin alegría. Cuando elegimos instalarnos en alguna butaca del juicio a mirar la vida, es cuando la condición humana se nos vuelve clara: empresario, desocupado, heterosexual, etc. Y entonces la revelación se transforma en informe exhaustivo. Narrar sobre narrar sobre narrar, para decir al final lo que sabíamos en el encabezado. En el marco de estas certezas suele aludirse a la exclusión social como uno de los males de la época. Las mayorías están quedándose afuera, dicen las estadísticas. Algunos pragmáticos adjuntan un recetario de estrategias para intentar entrar nuevamente a casa y suele ser parte del menú aludir a los grupos, como si lo más práctico fuera no olvidarse del otro. A la hora de dudar, sólo tengo mis propias sensaciones. Cada ser es único y universal a la vez, ¿alguna práctica social romperá alguna vez ese límite? Entonces, ¿de qué globalidad hablamos? ¿Toda inclusión por pasada fue mejor? ¿Qué, de aquellas inclusiones, construyó el padecimiento actual? También podemos elegir suspender el juicio, de entender tan rápido, de extender versiones consensuadas tan disciplinadamente diversas, y abrir el juego del desconcierto, del no entendimiento, y fabricar canchas, reglas y jugadores, para jugar en serio, con toda la tradición en la espalda y el desafío de fabricar un presente a la medida de nuestro deseo.


El borde del deseo

La cultura, siempre constructora de unidades provisorias, es la amalgama entre un sujeto y otro, en el seno de los grupos, de las comunidades. La existencia pareciera el desafío de la discontinuidad, entre un ser y otro, entre un tiempo y otro, entre un espacio y otro, entre un deseo y otro. Discontinuidad difícil de cuantificar pero que en la vivencia cotidiana, a veces, asemeja abismos.

La cultura es la paciencia milenaria, la ira milenaria, la soledad milenaria, el amor milenario, con que el hombre gesticula esa distancia, hace, intenta aproximar.
Ser es estar separado con la irremediable añoranza de la unidad, que siempre está un poco más allá, que siempre es otra cosa. Este intento incesante del hombre es la cultura.
Una construcción, muchísimas construcciones, simbólicas y materiales, en pos del continuum.
Provisoriamente los sujetos, las comunidades, cosmonizan su mundo, le dan unidad. Al acecho, siempre el desequilibrio, el desorden, el azar, la impureza, la finitud, el padecimiento. La cultura es el gesto humano de habitar, la duración de la propia vida, el pedazo de universo transitado. El cuerpo de este gesto enorme son las prácticas sociales de cada comunidad. Gestualidad que habita el cuerpo individual, lo modela, lo afilia a otro cuerpo, a otros cuerpos, sin este enraizamiento de un cuerpo en otro y en otro y en otro, ningún sujeto podría constituirse en tal. Ser es sostener-se. La vastedad de la producción humana a veces nos estimula a fantasear con lo inagotable de su diversidad. Variedad de flujos, de modos de sostener y estar sostenidos en el ser. Espíritu de lo gregario. Ser en otros.

La improvisación como experiencia de desafiliación (segunda parte)

La mesa del poder

El consumo ha significado fuertemente al sujeto de este tiempo. No es sólo el trabajo lo que ha otorgado una matriz de subjetivación sino el acceso, que la venta del trabajo permite, al consumo de bienes que dan ser. Pertenecer es tener los abalorios de tal o cual grupo, y esto es vivido “per se” como un privilegio. El hombre contemporáneo parece una estructura que resulta de la sumatoria de objetos consumidos. Somos lo que comemos, somos lo que leemos, somos ropaje. Ser y tener, un continuo en la percepción del hombre de este tiempo.

Estamos afiliados a esa enorme matriz, a esa red sutil, poderosa, el continuum social que nos recibe al nacer, y después también.
El continuo social sobre todo se reproduce a sí mismo, pero también se desmiente. La desmentida es vacuidad del ser, desafiliación. No hay reproducción sin desmentida. Desmentida que alberga novedad, sin razón, al idiota de la familia. Esa poderosa fuerza con que el hombre se separa estando, un acto subversivo que va más allá de sacar los pies del plato para crear el espacio más allá del plato, desterritorializar, desafiliar. El hombre desposeído de identidad, la identidad del linaje. Acto que inaugura la deriva, un fluir hacia sí, hacia otro, menos previsible, imposible de sumar a lo anterior y sin embargo, humano sin ley ni función. A salvo de cualquier sentencia, peligrosamente expuesto a sus propias nutrientes en exclusividad. Este corrimiento, esta ruptura, queda en suspenso, ¿de cara a la muerte?
No es lo mismo dejarse fragmentar por el histórico social, sus disputas de poder (cómo “ponen la mesa”), que fragmentar la certeza de quién es uno e intentar alguna otra cosa. Desafiliarse del destino, desmentir el mejor pronóstico y largarse a llover en cuerpo y alma, un acto de fe radical diferente de la postura intelectual de la incertidumbre. Un hacer ser y no la reivindicación de la muerte. Este gesto es una larga construcción que se aprende, se intuye, se practica, se comparte. Invoca al azar pero no es fruto sólo de él.
Cuando el poder pone la mesa, esa no otra, muchos sólo mirarán comer. El hambre de los mirones es parte del banquete. El poder, como erótica, no podría prescindir de esta mirada. Los muchos que padecen incluidos en la feroz voracidad de pocos. En la exclusión no hay desafiliación. Los excluidos habitan con su sufrimiento el territorio que el poder les ha otorgado.
La desafiliación es desborde de la ley que marca los límites del mundo.
La ruptura en la certeza de ciertas pertenencias sociales es fisura por donde deconstruir modelos hegemónicos. En este sentido la desafiliación conlleva implicación, la posibilidad de elegir. O por lo menos, habrá un aspecto menos mecanicista, menos exterior al sujeto en la desafiliación, antes que simplemente plantearla como la pérdida de un lugar social que ocupó a partir del cambio en los patrones de producción, consumo y distribución de la riqueza. No se trata de negar que esto suceda, ni tampoco de minimizar el enorme daño que deja en el cuerpo social.
Es más bien, no cerrar la perspectiva en este nivel y pretender que sólo nos queda por delante resolver cómo volver a incluirnos. De lo que se trata es de intentar penetrar de algún modo la cocina de las nuevas territorializaciones. Toda inscripción, todo análisis es ya territorio. Por momentos, circula cierto apresurado consenso en dar por “globalizado indefectiblemente todo”. Y, en realidad, todo o algunas cosas están por verse.
Si los grupos siguen siendo en alguna medida espacios dialógicos entre el sujeto y lo social, las estrategias del poder apelan a la fragmentación de estos espacios de metabolización y producción creadora, en dirección a aumentar el control social, el disciplinamiento, en un momento de intensa transformación. Existen en el presente enormes dificultades para que los grupos permanezcan en el tiempo, sosteniendo un objetivo de transformación. De todos los obstáculos, el más paralizante tiene que ver con el sentimiento de que todo cambio es imposible porque la libertad es imposible. Una vivencia de sujeción extrema a las condiciones sociales. Recuperar en los grupos la posibilidad de disentir y transformar parece el desafío. Este aspecto de resistencia tiene que ver con elegir un hacer que ante todo es hacernos y des-hacernos. En ese sentido es una práctica reflexiva. Una práctica que reflexiona sobre lo previo y apela a explorar. El trabajo en improvisación propone a los grupos, desde esta perspectiva, experimentar.

La improvisación como experiencia de desafiliación (tercera parte)

Desafiliación y trabajo experimental

La experimentación es una forma de investigación.

Enfatiza el compromiso de construir mismidad, de parirse a sí mismo. La intensidad, la profundidad del trabajo experimental está ligado a las condiciones de posibilidad que puedan irse construyendo en cada etapa del trabajo y en cada contexto. Dentro de las condiciones una cuestión central es la elección del tema. Experimentar a partir de qué recorte de la realidad. Posicionar un tema para el trabajo experimental es tarea central de la coordinación y de la investigación a partir de la coordinación. Este “qué” temático es una hipótesis que da cuenta del estado de la cuestión al momento presente.
Es actualizar en términos sintéticos lo producido para someterlo a una nueva transformación. El trabajo experimental propone transformar la pregunta en un acto radical del ser. Propone un espacio de implicación profunda. Intenta favorecer la mayor diversidad posible con la mayor articulación posible, y más de una vez se pierde en el intento.
El trabajo experimental requiere, para poder atravesar el mito, como cuerpo de verdad, un diseño de trabajo detallado, minucioso, lo más objetivado posible, los pasos a seguir en un tiempo y espacio dados. Una hoja de ruta que establezca un derrotero y señalice un camino, el proceso, que al momento del diseño es pronóstico desde lo imaginativo.
Esa hoja de ruta es instrumentación para el grupo y la coordinación con la que abordar la exploración de un territorio paradojal, que, sin embargo, soy yo.
Esta restricción es sostén, las paredes del laberinto frente a la labilidad de la producción, una organización del tiempo y espacio donde albergar el proceso de zambullirse en el interior de un cuerpo nutritivo y fagocitante a la vez.
Desde la perspectiva de este trabajo podría pensarse la desafiliación como momentos del proceso, no en el sentido temporal, sino como cualidades de la producción. La exploración como hacer- SE desafilia al sujeto de su identidad previa, pone en suspenso sus pertenencias, hacer en dirección a despojar.
El despojo implica pensar la subjetividad como un proceso donde la praxis- las prácticas sociales- agrega al sujeto la experiencia de quitar una máscara (una forma, un mito, una pertenencia) para acceder a otra que subyace, y otra y otra.
Lejos de la esencia del verdadero rostro; la búsqueda es deconstruir cada vez una rostricidad al estilo del caleidoscopio. Rostridad como constelación de significados que devienen del proceso de construirse humano y transformar el mundo. Despojar de relaciones previas para que la deriva construya relaciones inéditas de las que habremos de despojarnos. Este vacío, esta desterritorialización, es conocimiento, elección de cada sujeto, de cada grupo, y en tanto libre se constituye en condición de posibilidad de un nuevo estado del ser. Se da una alternancia entre este vacío y la vivencia de privación que impone el histórico social en etapas recesivas. Lo complejo consiste en que no se trata de saldar lo segundo (la privación) para poder darse lo primero, sino que la historia individual y colectiva se construye en la simultaneidad de ambos.
La privación, desde esta perspectiva social, no es facilitadora de construcciones culturales que requieren elegir, y elegir con instrumentos. Posicionar el trabajo en improvisación en el sentido de despojar no es reivindicar la privación y el sufrimiento que conlleva; al contrario, es la búsqueda teórica, técnica y existencial para establecer nexos, ritmos en el flujo de una lucha por algo más ambicioso que las pertenencias del dominador.
Los invitados desordenaron la casa que nunca volverá a ser la misma. Del propio sueño al sueño colectivo. Articular lo propio con la experiencia comunitaria del presente y del pasado, de acá y de muy lejos, y también volver a ser uno, instalar nuevos bordes.
La desafiliación tiene potencia, tiene sentido si crea para sí un territorio diferente a la muerte como destino. Proximidad, contacto desde la diferencia. Siempre el poder anda por ahí vaticinando la aniquilación de todo lo exogámico. Pero si cada uno es todo el universo, esa malla palpitante de ser, toda diversidad es fundación. La fe es la fuerza del corazón del cartógrafo que puede romper infinitos mundos porque sabe que siempre habrá mundo que habitar.

Corazón en guardia

¿Quién es quién a la hora de curarnos?
¿Qué síntomas se abren en el dolor? ¿De dónde nos expulsa?
¿En qué patria se inscribe esa reunión singular del cuerpo y de la mente?
Cuando el dolor me habita con intensidad y sus huellas agrietan la extensión de mis certezas, me siento urgida de una otredad capaz de prestarme algo de sí, de su existencia, para poder albergar ese desborde de sentir y de sentido.
Mudo, enorme, detenido, el dolor pugna en mí por transformarse en un acto comunicacional, pugna por hallarse en otro que preste inflexión a su infinitud.
Porque el dolor pulsa sobre la forma, la horada, hace iridiscencia y vacío en la afirmación del cuerpo.
Llegada ahí, en carne viva, la cultura supo esperarme a la intemperie de la eficacia de una serie de racionalizaciones.
Allí están, prestos, técnicos, disciplinas, tecnologías, procedimientos, edificios y hasta uniformes para aquella hora: la casa del Saber Médico en todo su descarnado esplendor.
Por esa territorialidad he vuelto a deambular los últimos días, con un dolor en el cuerpo, intenso y claro, que fue creciendo en el alma también a medida que una seguidilla de expertos me escuchaba con sus procedimientos en la mano, y al final, inexorablemente, me deseaban buena suerte, ¿con mi destino?
Mi dolor buscaba algo más. A “alguien”, antes que el frío impersonal y pulcro de esa casa.
Algo más, “alguien”, antes que gente y más gente inteligente argumentando sobre lo que no había escuchado.
¿Qué hacer? ¿Aullar parada en la avenida? ¿Romper las flechas de señalización en los asépticos pasillos de esas profesionales conversaciones que diseñaban mi bienestar?
Definitivamente me sentía demasiado cansada para eso. Así que junté fuerzas y di un paso más por el mismo camino, con más disciplina que fe.
Y porque aunque vivan juntos en la misma casa, no todos son iguales, un doctor- mejor aún, “alguien”- dispuesto a escucharme, abrió la puerta de la guardia del Hospital Fernández colmada de urgencias; médico capaz de la invención de un tiempo, un espacio y un ritmo para recibir esa intensidad que yo necesitaba dar a luz.
Confieso que al rato me sentí mucho mejor. Y que los medicamentos me hicieron efecto enseguida.
Es que “alguien”, en esa guardia, estuvo conmigo, y esa racionalidad profunda y evanescente a la vez, orientó la eficacia de los procedimientos.
Los hombres de todas las culturas saben esto desde siempre, aunque a nosotros nos cueste aceptarlo.
Ahora, mientas disfruto de mi franca mejoría, me quedo preguntando en un rincón de mi casa cómo hará mi corazón para abrir la puerta la próxima vez que suene el timbre.

Cuerpo, crisis y subjetividad

¿Cuál es el estatuto de la crisis? Desdibujados los bordes de toda cosmonización, la crisis revuelve los símbolos y las prácticas y en esa maraña queda sumergida la subjetividad.
Interrogarla es volver a eso múltiple inabarcable en lo que estamos inmersos y hacer presente la inflexión de la palabra allí donde toda distancia fue aniquilada.
Crisis como vastedad de lo complejo: la reflexión renuncia a construir totalidades y habita el fragmento de la propia perspectiva en el ejercicio de sustantivar y adjetivar la percepción.
Retomar la reflexión al cuerpo, a los cuerpos, lugar del mestizaje de la naturaleza y la cultura, donde advienen hombre y mundo. Encuentro y desencuentro entre lo comunitario y lo íntimo, irreductible de cada uno. Experiencia de ser entretejidos por la comunidad de miedos y deseos, modo con que imprimimos nuestra presencia en el mundo, quehacer de una época y en una época, fuerza con que un tiempo y un espacio se dan mapas de sus experiencias.
Cuerpos sumergidos en el vértigo de infinidad de imágenes siempre deslizadas hacia otra cosa, polaridades jugando a deformar palabras y creencias con que hasta hace un tiempo nombrábamos la vida.
El hombre narra el mundo, en esa narración se da un para qué, un horizonte.
Sin embargo deambula en las rasgaduras de certezas que iluminan y ciegan a la vez entre la caída de un orden y la ausencia de lo que vendrá.
Extenuado, lastimados sus sentidos, un mundo vacila entre escombros.
Cuerpo acorralado entre los antiguos gestos y el horror al vacío.
Ya no hay referencias allí donde se amasaban los días del mundo, marco de legalidades con que discernir un cielo y un infierno y esperar alguna recompensa de nuestros actos.
Crisis como un magma sin ciclos, sin inflexiones en la masa de sensaciones indigestas y sin resguardo, donde nada es casa.
Fatiga que se filtra por la piel de los cuerpos, las ranuras de las instituciones, las conversaciones.
Si de algo no dispone una crisis es de una exterioridad hacia la que marchar. Pura interioridad en continuo presente, fragmenta los cuerpos, los grupos, los proyectos. Transparenta los bordes de lo propio disipada en el ojo de otro descarnado. Desligado de las líneas de parentesco en las que fue albergado, diseminado, errante, en el contacto con lo incierto, el cuerpo es instado a elegir entre la fantasía de un sí mismo sin desmentida y la zozobra del otro.
Desafío de ver en un mar de dolor insomne la diferencia entre la incertidumbre de la vida y la certeza de la muerte.
¿Cómo sostenerse en un dolor sin descanso?
¿Cómo habitar esta violencia informe que nos lleva a los límites del mundo?
El padecimiento nunca es una totalidad. Apenas soportamos lo que creemos sostener.
Mórbida somnolencia donde persistimos en la antigua brutalidad del poder que, infatigable, cambia sus máscaras pero no su instinto.
Estallada tierra de los consensos en una irritada vigilia sin palabra en que replegados los cuerpos buscan abrazar su vitalidad.
El otro aparece, entonces, como amenaza a ilusorias consistencias en las que el narcisismo se refugia.
Una cultura del control, de la avaricia, de la explotación de todo lo que vive muerde el límite mismo de su posibilidad.
Desmembramiento de un cuerpo social cuyos pedazos navegan flujos, mixturan la materia y el sueño, el placer y el dolor, la tradición y el azar.
Despliegue entre la insistencia monocorde de lo muerto y una constelación de ansias.
Poner a trabajar el trabajo, diría Juan Carlos De Brasi.
El trabajo de un erotismo desempleado de los rituales productivos en los que supo disciplinarse.
Un incierto nosotros que abra los juegos de poder y tienda a un mundo un poco menos cruel.
El cuerpo es, antes que otra cosa, cosmogonía.
Su existencia se juega en la tensión entre el propio deseo y las modulaciones de su época.
Hijo de sus fábulas encarna versiones capaces de conspirar contra el destino.
Crisis, pues, no sólo como desorden, sino ya como provocación, como desafío a nuevas praxis constructivas.
Diálogos con que morar en la invención, en el arte de escribir en los márgenes. Improvisar. Improvisar para advenir.
Como si toda presencia yaciera en lo oscuro, asida a un latido, a una intermitencia.
Ensillar la fe como ensillamos los días, con la convicción de las hormonas y el sabor de la fruta por venir.
Y doblar la esquina por instinto, torcer el destino.
Sacudir la cola de alegría mientras revientan los sapos.
Una de cal y una de arena, como si fuera justo: alumbrar con las vísceras la eternidad que va de una piel a otra y ronronear al sol como si ya supiéramos de qué se trata.