19 junio 2007

Cuerpo, crisis y subjetividad

¿Cuál es el estatuto de la crisis? Desdibujados los bordes de toda cosmonización, la crisis revuelve los símbolos y las prácticas y en esa maraña queda sumergida la subjetividad.
Interrogarla es volver a eso múltiple inabarcable en lo que estamos inmersos y hacer presente la inflexión de la palabra allí donde toda distancia fue aniquilada.
Crisis como vastedad de lo complejo: la reflexión renuncia a construir totalidades y habita el fragmento de la propia perspectiva en el ejercicio de sustantivar y adjetivar la percepción.
Retomar la reflexión al cuerpo, a los cuerpos, lugar del mestizaje de la naturaleza y la cultura, donde advienen hombre y mundo. Encuentro y desencuentro entre lo comunitario y lo íntimo, irreductible de cada uno. Experiencia de ser entretejidos por la comunidad de miedos y deseos, modo con que imprimimos nuestra presencia en el mundo, quehacer de una época y en una época, fuerza con que un tiempo y un espacio se dan mapas de sus experiencias.
Cuerpos sumergidos en el vértigo de infinidad de imágenes siempre deslizadas hacia otra cosa, polaridades jugando a deformar palabras y creencias con que hasta hace un tiempo nombrábamos la vida.
El hombre narra el mundo, en esa narración se da un para qué, un horizonte.
Sin embargo deambula en las rasgaduras de certezas que iluminan y ciegan a la vez entre la caída de un orden y la ausencia de lo que vendrá.
Extenuado, lastimados sus sentidos, un mundo vacila entre escombros.
Cuerpo acorralado entre los antiguos gestos y el horror al vacío.
Ya no hay referencias allí donde se amasaban los días del mundo, marco de legalidades con que discernir un cielo y un infierno y esperar alguna recompensa de nuestros actos.
Crisis como un magma sin ciclos, sin inflexiones en la masa de sensaciones indigestas y sin resguardo, donde nada es casa.
Fatiga que se filtra por la piel de los cuerpos, las ranuras de las instituciones, las conversaciones.
Si de algo no dispone una crisis es de una exterioridad hacia la que marchar. Pura interioridad en continuo presente, fragmenta los cuerpos, los grupos, los proyectos. Transparenta los bordes de lo propio disipada en el ojo de otro descarnado. Desligado de las líneas de parentesco en las que fue albergado, diseminado, errante, en el contacto con lo incierto, el cuerpo es instado a elegir entre la fantasía de un sí mismo sin desmentida y la zozobra del otro.
Desafío de ver en un mar de dolor insomne la diferencia entre la incertidumbre de la vida y la certeza de la muerte.
¿Cómo sostenerse en un dolor sin descanso?
¿Cómo habitar esta violencia informe que nos lleva a los límites del mundo?
El padecimiento nunca es una totalidad. Apenas soportamos lo que creemos sostener.
Mórbida somnolencia donde persistimos en la antigua brutalidad del poder que, infatigable, cambia sus máscaras pero no su instinto.
Estallada tierra de los consensos en una irritada vigilia sin palabra en que replegados los cuerpos buscan abrazar su vitalidad.
El otro aparece, entonces, como amenaza a ilusorias consistencias en las que el narcisismo se refugia.
Una cultura del control, de la avaricia, de la explotación de todo lo que vive muerde el límite mismo de su posibilidad.
Desmembramiento de un cuerpo social cuyos pedazos navegan flujos, mixturan la materia y el sueño, el placer y el dolor, la tradición y el azar.
Despliegue entre la insistencia monocorde de lo muerto y una constelación de ansias.
Poner a trabajar el trabajo, diría Juan Carlos De Brasi.
El trabajo de un erotismo desempleado de los rituales productivos en los que supo disciplinarse.
Un incierto nosotros que abra los juegos de poder y tienda a un mundo un poco menos cruel.
El cuerpo es, antes que otra cosa, cosmogonía.
Su existencia se juega en la tensión entre el propio deseo y las modulaciones de su época.
Hijo de sus fábulas encarna versiones capaces de conspirar contra el destino.
Crisis, pues, no sólo como desorden, sino ya como provocación, como desafío a nuevas praxis constructivas.
Diálogos con que morar en la invención, en el arte de escribir en los márgenes. Improvisar. Improvisar para advenir.
Como si toda presencia yaciera en lo oscuro, asida a un latido, a una intermitencia.
Ensillar la fe como ensillamos los días, con la convicción de las hormonas y el sabor de la fruta por venir.
Y doblar la esquina por instinto, torcer el destino.
Sacudir la cola de alegría mientras revientan los sapos.
Una de cal y una de arena, como si fuera justo: alumbrar con las vísceras la eternidad que va de una piel a otra y ronronear al sol como si ya supiéramos de qué se trata.

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