19 junio 2007

Escenas de devoración y producción de subjetividad (segunda parte)

VI

Las acciones instituyentes del hijo pueden ser pensadas como vacío estratégico dentro del mapa del poder dibujado por las instituciones y nos remite a pensar qué órganos del cuerpo institucional pueden ser desgarrados y en qué dirección. Comencemos por la verdad, voluntad epidérmica de la forma. Ninguna institución puede ser tal sin un cuerpo de creencia devenido cuerpo de verdad. La verdad es un ordenamiento jerárquico, unidireccionado. Su antinomia es la experiencia. No hay verdad en la experiencia, hay metáfora, decir de la sensibilidad. Remitir este cuerpo de verdad a la experiencia es vaciarlo de su condición de posibilidad, desanudar pedazos de la trama para caer. Dejar de ser sostenidos en los brazos firmes de la madre para abrirnos al vértigo de la gravedad. Caer como modo de explorar los límites. No se trata de que la institución no albergue experiencias, sino del ritmo de experiencias que puede sostener. Este cuerpo de verdad, cuerpo del buen entendimiento, cuerpo de la racionalidad, imprime a las experiencias cotidianas de los sujetos un ritmo más o menos estable, máscara ideologizante del sin sentido, prepotencia que reduce cualquier novedad del campo de la experiencia a la homogeneidad de una determinada alternancia. Remitir a la experiencia en el sentido de remitir a la variedad de ritmos, a su simultaneidad y sobre todo a lo inconexo de su irrupción en el campo perceptual. El vacío de sentido es un agujero en el cuerpo institucional que promueve la formación de objetos, nudos en la trama que permitan subjetivación, más allá del horizonte del consenso y el adoctrinamiento.


VII

Examinemos ahora el órgano de la espacio-temporalidad. El tiempo y el espacio son experiencias de lo humano, como tales múltiples atravesamientos los han constituido en conceptos, en valores, en objetos, en afectos, en acciones. La institución como representación colectiva incluye este rasgo de la experiencia humana. El cuerpo institucional como espacialidad cosmoniza, organiza nuestro mundo. Crea a partir de un centro, el cuerpo de la verdad, la casa que nos recibe al nacer. Esta casa- útero opera una abertura, una escisión que atraviesa los diversos niveles de la existencia humana:
- el cielo, morada de los dioses, de lo que aspiramos ser, del ideal del yo, hacia donde mira el ojo omnisciente de la madre.
- la tierra: espacio del quehacer cotidiano.
- las regiones inferiores donde yacen los muertos a la espera del juicio, donde los pies de la madre enraizan en la dimensión transgeneracional.

Esta casa es linaje, nos hace pertenecientes a un orden que nos preserva de lo amorfo, lo larvario, lo demoníaco.

En la casa, el monstruo primigenio de la novedad, de la diversión, ha sido derrotado.
La casa es origen, tiempo de la gesta, cosmogonía. En la casa el tiempo de la historia puede ser detenido.
Abolida la duración histórica el tiempo del origen retorna en los ritos para regenerar lo corrompido, devolviendo al hijo al verdadero conocimiento, las entrañas del cuerpo de la madre.

VIII

Origen y cabeza, nos instalamos en el tiempo del uno que congrega y nos hace pertenecientes no a nuestra propia historicidad sino al mito fundante del tótem.
Formas circulares, tiempos cíclicos, la protuberancia del vientre es el altar donde se cumple el rito de fagocitar la experiencia. Decoración del hijo siempre inacabada, que retorna una y otra vez en el goce de la madre.
La alienación aparece en la institución como ritual. Permanecer y conservar la vida que nos atraviesa, amurándola.
Alegoría que invade el cuerpo, lo modela y lo entrena para las expectativas sociales: el deporte, la moda, la higiene, el urbanismo.
Explorar el cuerpo materno es construir el propio cuerpo generando matrices simbólicas de apropiación. El retorno al propio cuerpo como realidad sensible es mediado por una acción simbólica que es construir figurabilidad, ubicuidad al cuerpo de la madre. Si el cuerpo materno se desmaterializa, muta en eventualidad digital. Esta desterritorialización no opera en el sentido del exilio y la creación de un mundo nuevo, sino en una rostridad sin tiempo ni espacio, sin peso ni volumen, eterna, traslúcida, omnipresente. Cuerpo inasible, imposible de trascender, cuerpo inerte del fetiche. Cuerpo de una ausencia feroz que devora. ¿Dónde hincar los dientes de la individuación? La alteridad como experiencia no tiene territorio suficientemente nutricio donde arraigar para partir, queda detenido en un estar ambiguo sin construcción ni destrucción.

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