19 junio 2007

Escenas de devoración y producción de subjetividad (primera parte)

“Ella camina debajo del sol como si no supiera. La protuberancia enorme de su vientre apenas cubierta de ropaje. Ella finge inocencia frente a las vidrieras de la avenida. Preñada, camina la tarde en la ciudad, con la impunidad silenciosa, líquida y oscura de poseer un hijo”
I

La Madre hace presente la devoración del uno. Toda diversidad del ser queda sujeta a las fauces de su regazo. Mujer de la vagina dentada, cuerpo fagocitante de la ilusión de completud, vuelto sobre sí, se refleja infinitamente. Un espejo que engulle toda distancia.
“Yo soy el mundo”- narra el cuerpo de la madre y condena al hijo al goce de la eterna unidad.
El otro, que el hijo es, pugna asido a la ley en un cuerpo deseante de cielos más vastos que la cúpula del útero.
Un anhelo alimentándose a tientas en el laberinto del cuerpo de la madre. Un anhelo abrigado de células y húmedas electricidades. Un anhelo añorando calzarse un mundo. Un grano de luz desgarrando la narración del cuerpo materno.
Este hijo, cuerpo de hijo, es puntuación, corte, silencio en el monólogo de la madre. Después, el hijo inaugura el exilio, la extranjería, devasta la Madre Patria y echa a correr el reloj de las genealogías. Crimen que fecunda con su potencia transformadora una nueva cosmonización, el territorio de la fratría.

II

Pensar esta madre arquetípica, esta madre que es una, es sumergirnos en el juego de acercar y alejar el referente, la literalidad de la madre de nuestras historias personales. Esta otra madre más que remitir a la maternidad como práctica social, alude a un cuerpo que encarna la fuerza de lo constituido, de lo consolidado por la experiencia humana.
Cuerpo de la tradición, no nace ni muere, no es hombre ni mujer, es el cuerpo omnipotente, eterno, del tótem. El cuerpo de esta madre nombra el mundo y cobra figurabilidad, es habitado, en las instituciones.

III

El cuerpo es una narración que se construye a sí misma. El cuerpo se dice, y al decirse va siendo. Su alfabeto es un entramado de historia, biología y azar. Es la fuerza de la tradición hecha tejido, órgano, hueso. Dinamismo de la memoria. Praxis que deviene objetos. Derrotero, marca tangible para la búsqueda, el hallazgo, el desencuentro. La cultura va siendo corporeidad. Esta encarnadura es más que vestigio, que testimonio de un pasado. Es el presente facturado por múltiples tiempos. Es el encuentro, la intersección de vastos espacios de experiencia. Cuerpo vigoroso y deforme de la experiencia humana, martillado por los sueños y los miedos. Cuerpo de la catástrofe y los salvatajes milagrosos, cuerpo del derrumbe, cuerpo sobreviviente, cuerpo hacedor de sí.

IV

La cultura es una madre vigorosa que se alimenta de sus hijos. Esta protagonista brilla, se enaltece, con el resplandor de millones de hijos que no verán la luz. Gestados en la oscuridad de su poderoso vientre serán ingesta en el seno de un monólogo devastador. La madre ama en el abismo de su boca insaciable.

El cuerpo de la madre tiene un lugar para que el hijo sea, a condición de clausurar toda diferencia. La identidad del hijo es una narración de otro. Devorado en el uno, el hijo es. Se constituye habitante de una institución. Cuerpo que alberga, presta forma, cauce a los fantasmas personales. Es el cuerpo de lo posible. Ser en ese horizonte de posibilidad y quedar delimitado en él.
Ese mismo útero en tanto contiene, niega, sobre todo aquello del ser que desborda por fuera de la herencia, su discontinuidad con la tradición que lo constituyó. Novedad monstruosa, impulso instituyente del sujeto. La exploración del sí mismo es una ansiedad hecha de imposibilidades, es el intento de desgarrar las vestiduras que nos trajeron aquí, pero a la larga todos descubrimos que somos ropaje. ¿Entonces?
Subjetividad e institución, un binomio metafórico del ser.
La institución hace muros en la reproducción, volver por “más de lo mismo”, no hay cambio que pueda prescindir de este aspecto nutricio y fagocitante a la vez, de la tradición. Es la identidad vivida como continuum, como raíz. La búsqueda de lo otro es siempre exogámica.

V

El hijo, por ser tal, encierra la potencialidad del silencio, la tensión que devendrá acto, es diferencia en el cuerpo materno y antes de ser devorado, y después, guarda la esperanza de darse a luz, constituirse otro. Este hijo es puntuación, mordedura de la ley capaz de establecer un ritmo, una alternancia en el decir de la madre. Cuando la ley del Padre alcanza a investirlo, el hijo está listo para intentar exiliarse de la casa materna, darse un territorio exogámico, nombrarse extranjero, sujeto del extrañamiento, novedad.

Este extrañamiento es inauguración del mundo, apertura al conocimiento, construcción de la mismidad, acción plena de tensión. Decir de la alteridad, transformador de la tradición. La acción del hijo deconstruye el cuerpo materno. Acción que fragmenta la voracidad omnipresente de la madre. Acción de la monstruosidad que es desborde de la norma. El hijo se apropia un espacio, acción cosmonizante, ingresa al tiempo de la historia y acepta morir. Territorialidad de carácter informe, inédito, revulsivo, que apenas puede ser balbuceada por una práctica exploratoria. Exploración que advendrá estética.
La acción instituyente del hijo crea canales para el deseo plasmando territorios en el espacio. Si se institucionaliza deviene madre. Esta madre ahistórica, esta madre anterior a la división sexual, esta madre que no es alcanzada por la prohibición del incesto. Madre perversa que hace del hijo objeto de su goce; cuerpo de la conserva cultural.

No hay comentarios.: