19 junio 2007

Corazón en guardia

¿Quién es quién a la hora de curarnos?
¿Qué síntomas se abren en el dolor? ¿De dónde nos expulsa?
¿En qué patria se inscribe esa reunión singular del cuerpo y de la mente?
Cuando el dolor me habita con intensidad y sus huellas agrietan la extensión de mis certezas, me siento urgida de una otredad capaz de prestarme algo de sí, de su existencia, para poder albergar ese desborde de sentir y de sentido.
Mudo, enorme, detenido, el dolor pugna en mí por transformarse en un acto comunicacional, pugna por hallarse en otro que preste inflexión a su infinitud.
Porque el dolor pulsa sobre la forma, la horada, hace iridiscencia y vacío en la afirmación del cuerpo.
Llegada ahí, en carne viva, la cultura supo esperarme a la intemperie de la eficacia de una serie de racionalizaciones.
Allí están, prestos, técnicos, disciplinas, tecnologías, procedimientos, edificios y hasta uniformes para aquella hora: la casa del Saber Médico en todo su descarnado esplendor.
Por esa territorialidad he vuelto a deambular los últimos días, con un dolor en el cuerpo, intenso y claro, que fue creciendo en el alma también a medida que una seguidilla de expertos me escuchaba con sus procedimientos en la mano, y al final, inexorablemente, me deseaban buena suerte, ¿con mi destino?
Mi dolor buscaba algo más. A “alguien”, antes que el frío impersonal y pulcro de esa casa.
Algo más, “alguien”, antes que gente y más gente inteligente argumentando sobre lo que no había escuchado.
¿Qué hacer? ¿Aullar parada en la avenida? ¿Romper las flechas de señalización en los asépticos pasillos de esas profesionales conversaciones que diseñaban mi bienestar?
Definitivamente me sentía demasiado cansada para eso. Así que junté fuerzas y di un paso más por el mismo camino, con más disciplina que fe.
Y porque aunque vivan juntos en la misma casa, no todos son iguales, un doctor- mejor aún, “alguien”- dispuesto a escucharme, abrió la puerta de la guardia del Hospital Fernández colmada de urgencias; médico capaz de la invención de un tiempo, un espacio y un ritmo para recibir esa intensidad que yo necesitaba dar a luz.
Confieso que al rato me sentí mucho mejor. Y que los medicamentos me hicieron efecto enseguida.
Es que “alguien”, en esa guardia, estuvo conmigo, y esa racionalidad profunda y evanescente a la vez, orientó la eficacia de los procedimientos.
Los hombres de todas las culturas saben esto desde siempre, aunque a nosotros nos cueste aceptarlo.
Ahora, mientas disfruto de mi franca mejoría, me quedo preguntando en un rincón de mi casa cómo hará mi corazón para abrir la puerta la próxima vez que suene el timbre.

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