19 junio 2007

Escenas de devoración y producción de subjetividad (tercera parte)

IX

La institución puede pensarse como narración mítica que modela una cierta arquitectura del cuerpo, antropomorfismo fundante de la identidad.
Arquitectura donde el cuerpo busca asirse a la forma, refugiándose del vacío, transitando la existencia.
Una arquitectura que nos va tatuando, marca del Nombre.
La energía, el sostén biológico del cuerpo de cada uno en estas representaciones sociales, se inscribe no como una narración lineal, sino como la trama donde cohabitan en equilibrio más o menos inestable de tensiones, deseos en pugna, provisorias negociaciones. Si la institución intenta materializar un orden preconstituido es la praxis la que no se dejará reducir a un artefacto estable, limitado, nítido, cuerpo de la madre perversa.
La estrategia del vacío, es vacío en el discurso de otro, discurso constituyente del sujeto pero que lo aliena. Vaciarlo es romper los automatismos con lo que define el deseo de los sujetos, vacío como posibilidad de engendrar un campo para la expresión, la existencia de deseos divergentes, de los sujetos en la institución. La fuerza de individuación debe crecer en el seno de este cuerpo voraz, habitarlo desde la contradicción. La tradición entonces alimentará lo inédito, lo que está del otro lado de su propio cuerpo y no puede ser nombrado más que por la acción instituyente del hijo. La mterialidad del cuerpo y el símbolo de la ley engendran la acción vital del hijo. Territorio de la fratría, la hermandad del grupo establece un espacio transicional entre el cuerpo materno y el cuerpo del hijo. Espacio para la construcción compartida y la negociación. Espacio de la diversidad y el diálogo. Un juego reglado por la ley, lugar de creación, donde la tradición retorna transformada, despojada del goce de la madre. Esta madre que muerta fertiliza la tierra de la fratría. De cuerpo hermético a cuerpo despedazado. La fuerza de individuación es la fuerza de agrupamiento, la fuerza para vincularse en un entramado que albergue también el desencuentro. Un entramado que no se sostenga en la continuidad de lo contiguo sino en la proximidad existencial del contacto.
La proximidad del diálogo que es provisoria, inestable, receptora del otro.
Para entrar en diálogo el hijo debe asesinar el cuerpo unívoco de la madre. El diálogo del hijo es con otros hijos. Este diálogo es vacío, instante, fisura, donde lo inédito puede presentificarse. Acción que no apela al conocimiento previo de lo que advendrá sino que se entrega a esa fuerza que pugna, para ser modelada por ella.
El vacío como locus de la fratría, lugar, posición a ser colmada por la acción instituyente, donde el discurso del otro, la representación institucional, es objeto de la praxis, materia prima para su actividad autoexploratoria. En este sentido, estrategia que apunta a la ruptura de la alienación como modalidad de relación con la institución.
Desanudamiento en el entramado institucional como momento estratégico en la producción de subjetividad.

X (Inquietud de un destino posible)

Todo nacimiento es un desborde del canal de parto. Nacer es algo más que el pasaje de un estado a otro ahí donde la naturaleza afirma una abertura en el espacio y el tiempo. Todo nacimiento es plus de novedad, línea de fuga del cuerpo de la madre. Todo nacimiento es un misterio, la abrupta irrupción de lo inexplicable. Las instituciones son tramos tangibles de una presencia intangible. La existencia parece desplegarse en un inconmensurable vacío. Todo intento de nombrar es la ilusión de transformar en presencia, frente al ojo de la conciencia, el incesante fluir de intensidades, vagas y poderosas a la vez. Fuerza inasible que nos atraviesa, constituyéndonos. La existencia se nombra en nosotros y su misterio permanece intacto en esa extrema proximidad. Intimidad desconcertante, máximo punto de lejanía. Un ir hacia donde se está siendo. Un espaciamiento en el tiempo. En estos tramos de vacío las instituciones son códigos plenos de presencia, plenos de afirmación, espacios de gesta, borde de la existencia. Las instituciones son costuras del vacío donde existir. Sutura creando el límite de la forma. Marca, huella del deseo, territorialidad de la experiencia. Acontecer ahí. El acontecimiento es deformidad. Horror de la marca primigenia. Incesantes desmontajes de la forma en un pulsar hacia lo innombrable.

El acontecimiento aparece como un decir balbuceante en el silencio. Como puesta en suspenso de toda afirmación. El acontecimiento es irrupción de la forma en la forma, labilidad de los bordes, nueva configuración, puesta en cuestión de los binarismos yo- no yo, realidad- fantasía, pasado- presente. El aconteciento es extravío.

(Fotos de familia)
Madre e hijo: ser, estar y ¿padecer?
La madre devora- el hijo asesina. El monstruo es una máscara de doble faz. Anverso y reverso de una escena de captura. Ambos atrapados en la narrativa de una erótica muda. El deseo, náufrago en la espera, prisionero en un vaivén de espejos, en el cuadrante de un tiempo circular. Casi un destino sellado. Personajes que la subjetividad transita a lo largo de su vida en busca de la diferencia, de un espacio vital que exceda los límites de esta narración, la fratría. Máscara inquietante en la que cobra presencia lo siniestro del existir. Aquello que debe permanecer oculto, silenciado, intacto. Cuando lo siniestro entra a escena, cobra figurabilidad, se abre una intensidad nueva, el deseo recupera su carácter polimórfico, su legendario afán, vagabundea esperando el encuentro en otro, duro trabajo de la pasión. Se anuncian en el aire dolores nuevos, sabores nuevos, días incandescentes, policromía de la deriva. Jonás puede viajar por fuera del cuerpo de la ballena. Y las certezas migran. El monstruo respira los pliegues de un rostro que cuenta una historia siempre igual a sí misma. El monstruo inaugura palabras en la boca estrecha y abismal. Horror y maravilla de desear encontrar la alteridad en algún tramo de la piel del mundo donde ser más que eco. Ansia de otro, de una desmentida feroz de los espejos que inaugure el juego de inventarnos en los mutuos intersticios, en ese instante de silencio antes de una frase, en la irrupción del llanto, en la carcajada, en el brillo del vino a destiempo, en la desmesura del gesto. El juego de inventarnos en el fastidio inmenso de tener que elegir, y decidir, y renunciar. De existir sólo una vez, tan fugazmente.
La monstruosa belleza de la vida. Ahí. Tan cercana, tan ella, esquivando el miedo caderas adentro. Atravesando todo control, toda desidia, toda energúmena norma. Apareadora incansable de sueños, capaz de caminar impávida la distancia que va de los sepulcros hasta el próximo amanecer.

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