19 junio 2007

Poética del error y la creación – (Fragmento del ensayo inédito Topología de la acción)

El error viene a construir. Hacedor incansable atraviesa los paisajes de la vida y de la muerte como un corazón en vigilia.
El error, como el idiota de la familia encadenado en el altillo, siempre escapa escaleras abajo movido por algo diferente a la voluntad de alguien en particular.
El error es un sueño que no fue, acabado de nacer yace muerto, inerte, deforme. Rigidez cadavérica, extrema palidez que fecunda.
Nadie ama el error aunque todos se jacten de proclamar lo contrario.
El error insiste en balbucear bajo la mordaza, insiste en contemplarnos más allá del encierro al que fue condenado, insiste en dejarnos desnudos, a la intemperie, después de romper algún juego de nuestra certeza.
Pura deformidad de alguna verdad saludable, puro desencuentro entre la acción y la expectativa. Nada más cercano a la creación que el error.
Entonces ¿cuál es la aptitud del acto creador?
Su máxima aptitud es el error, pues sólo el error puede acercarnos a los límites del mundo.
Primera y última aptitud la de errar, errar intensamente.
Sólo el error puede acercarnos a la maravilla y su reverso.
El touch de la creación transmuta la carne del error, del dolor, del horror, de la muerte en belleza.
Se aprende del error, dice el adagio. Se aprehende en el error. Eso que nombra sin palabra posible el anhelo, eso más allá de las literalidades, eso se aprehende en el error.
El camino al infierno del error está sembrado de buenas intenciones. Impulso bienhechor, sonrisa beatífica del ángel exterminador.
El error nos bendice con su devastación, nos deja perplejos al borde de un camino que nunca valió la pena, devalúa una vida de esfuerzos previsibles por los que ya hemos recibido pálidas recompensas.
El error es el idiota sin talento para la jactancia. Aquel que no tiene nada, nada que perder.
Sólo hay error en la acción que busca éxtasis. La acción del anhelo que no alcanza a consumarse. Sólo hay error en la construcción. Sólo hay error en el intento de fundar el mundo y de crearse.
Diestro error la acción que balbucea el boceto de una esperanza. Diestro error que alude a aquello que no alcanza a plasmar. Diestro error que no abraza la belleza pero vuelve a invocarla. Diestro error que pulsa la cuerda de la convicción sin pronóstico a favor. El error acontece cuando la existencia inaugura la búsqueda del contacto consigo mismo, con el otro. Cuando ha renunciado a hacer del equilibrio un sinónimo de la belleza, cuando a la existencia no le alcanza la forma y se interna en lo informe, la acción yerra.
El error anuncia el deseo, deseo sin forma, deseo que habrá de nacerse en una subjetividad que devenga acto.
Errar es el impulso de perseguir lo esquivo, lo inaprensible, sin quedar aniquilado por la imposibilidad.
El error es la acción que no sabe. Acción de construir saber desde lo incierto.
El error, como dice Santiago Kovadloff, es “el raro don de la perseverancia en el extravío”. Un anhelo tan grande como su fracaso, la subjetividad que busca traerse en la creación, nacerse, darse a luz desde la oscuridad de lo inconcebible.
El acto es este encuentro, siempre fragmentario, fugaz, casi imposible.
Algo de la infinitud del ser es tocado por el acto. Algo que no es posesión ni aspira a ello, algo del amor, una irradiación sutil.
La potencia del acto es su valentía para enfrentar un imposible, lo abismal de la propia vida.
El error deviene acto no cuando acierta un imposible sino cuando logra deslizarse hacia algo del nombre, hacia algo donde no es puro reflejo, cuando captura con luz propia algo de lo inaprensible.
Cuando adviene el acto no adviene un acierto, una certeza. El acto es un toque que transmuta el error en belleza. La verdad del acto no es un acierto, certidumbre irrevocable, descripción unívoca que reduce el misterio a la nada.
La verdad del acto conserva intacto el misterio, su potencia irreductible a toda forma, a todo código.
El acto no devela el misterio, no lo denota, no lo connota.
El acto roza el misterio y este roce trae a la subjetividad que se arrojó al abismo del acto.
Cuando toda argumentación fue extenuada, el acto devela un trozo de belleza que nos recuerda que la muerte no nos ha devorado.
El acto pone mirada en nuestros ojos, calor en nuestra sangre, conciencia en nuestro pensamiento.
El acto, un sol en plena noche, una aurora tremenda, más real que la aurora más auténtica, inaugurando el día a deshora.

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