19 junio 2007

La improvisación como experiencia de desafiliación (primera parte)

Proximidad y campo de experiencia

Toda experiencia es una aproximación. Aproximación compleja entre el deseo, los mandatos, la historia, la necesidad, los miedos, los sueños. Toda experiencia inaugura una distancia que funda, un presente y una alteridad posible. Toda experiencia nos constituye en relación con el otro, con lo otro. Por eso la proximidad más que definirse por la distancia entre el otro, lo otro y yo, se establece por contacto. Por la irradiación, por la afectación mutua que pasa a ser constitutiva de nuestro nuevo y provisorio estado, cualidad de la espacialidad antes que cantidad. Construcción de un espacio y un tiempo donde se despliega el acontecimiento, donde acaece la existencia incesantemente.
Frente a las preguntas por el presente, su caracterización y su pronóstico, uno puede intentar una pregunta anterior. Volver, reflexionar sobre la pregunta y aproximarse al estado, a la configuración imaginaria, emocional, material desde donde la pregunta emerge. ¿Inmersos en qué presente nos urge la pregunta sobre el presente? Una de las líneas de producción de esta urgencia, en el campo de la salud y de la cultura en general, tiene que ver con el padecimiento, con la contemplación del dolor. Padecer como un modo de existir profundamente conmocionante de toda construcción de sentido. El padecimiento parece desafiarnos a encontrar un plus de sentido que desmienta las certezas vigentes y active redes libidinales más allá del umbral de la existencia.

Juicio y juego

Explorar la producción de subjetividad en una trama social es en primera instancia la elección de suspender el juicio para iniciar el juego de pensar. El juicio es el ritual donde se busca una verdad que dé cuenta de hechos que han desbordado su cauce. El cauce de lo previsto, de lo provisto de significaciones nítidas, bien delineadas. El juicio constituye al juez, máscara del saber, del discernimiento entre la verdad y lo otro, que fuere lo que fuere, debe ser extirpado por la sentencia. El juicio constituye un borde. Adentro-nosotros, afuera-nada. Naturalizamos el mundo y entonces como el rabino en el Golem de Borges podemos decir: “Éste es mi pie, éste es el tuyo, ésta es la soga”, sin dudar, sin temblar, sin alegría. Cuando elegimos instalarnos en alguna butaca del juicio a mirar la vida, es cuando la condición humana se nos vuelve clara: empresario, desocupado, heterosexual, etc. Y entonces la revelación se transforma en informe exhaustivo. Narrar sobre narrar sobre narrar, para decir al final lo que sabíamos en el encabezado. En el marco de estas certezas suele aludirse a la exclusión social como uno de los males de la época. Las mayorías están quedándose afuera, dicen las estadísticas. Algunos pragmáticos adjuntan un recetario de estrategias para intentar entrar nuevamente a casa y suele ser parte del menú aludir a los grupos, como si lo más práctico fuera no olvidarse del otro. A la hora de dudar, sólo tengo mis propias sensaciones. Cada ser es único y universal a la vez, ¿alguna práctica social romperá alguna vez ese límite? Entonces, ¿de qué globalidad hablamos? ¿Toda inclusión por pasada fue mejor? ¿Qué, de aquellas inclusiones, construyó el padecimiento actual? También podemos elegir suspender el juicio, de entender tan rápido, de extender versiones consensuadas tan disciplinadamente diversas, y abrir el juego del desconcierto, del no entendimiento, y fabricar canchas, reglas y jugadores, para jugar en serio, con toda la tradición en la espalda y el desafío de fabricar un presente a la medida de nuestro deseo.


El borde del deseo

La cultura, siempre constructora de unidades provisorias, es la amalgama entre un sujeto y otro, en el seno de los grupos, de las comunidades. La existencia pareciera el desafío de la discontinuidad, entre un ser y otro, entre un tiempo y otro, entre un espacio y otro, entre un deseo y otro. Discontinuidad difícil de cuantificar pero que en la vivencia cotidiana, a veces, asemeja abismos.

La cultura es la paciencia milenaria, la ira milenaria, la soledad milenaria, el amor milenario, con que el hombre gesticula esa distancia, hace, intenta aproximar.
Ser es estar separado con la irremediable añoranza de la unidad, que siempre está un poco más allá, que siempre es otra cosa. Este intento incesante del hombre es la cultura.
Una construcción, muchísimas construcciones, simbólicas y materiales, en pos del continuum.
Provisoriamente los sujetos, las comunidades, cosmonizan su mundo, le dan unidad. Al acecho, siempre el desequilibrio, el desorden, el azar, la impureza, la finitud, el padecimiento. La cultura es el gesto humano de habitar, la duración de la propia vida, el pedazo de universo transitado. El cuerpo de este gesto enorme son las prácticas sociales de cada comunidad. Gestualidad que habita el cuerpo individual, lo modela, lo afilia a otro cuerpo, a otros cuerpos, sin este enraizamiento de un cuerpo en otro y en otro y en otro, ningún sujeto podría constituirse en tal. Ser es sostener-se. La vastedad de la producción humana a veces nos estimula a fantasear con lo inagotable de su diversidad. Variedad de flujos, de modos de sostener y estar sostenidos en el ser. Espíritu de lo gregario. Ser en otros.

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